¿Pato a la naranja o lubina?
Oyó cómo alguien cerraba la puerta de forma sigilosa. Se extrañó. Echó un vistazo al reloj de la cocina y comprobó que era la hora en que Fernando volvía del trabajo, pero él siempre entraba en casa dando voces. Asustada, tomó un gran cuchillo del cajón y se deslizó suavemente por el pavimento de la cocina hasta llegar a la puerta que la comunicaba con el salón. Pegada a la pared, fue avanzando lentamente hasta que alcanzó el arco que daba paso al vestíbulo. Allí, escondida tras el pilar que lo sostenía, agudizó el oído y pudo percibir con claridad una respiración jadeante.
–Oh, Dios mío –pensó–, han entrado en casa y Fernando aún no ha llegado. ¡Estoy sola! ¿Qué voy a hacer?
Sujetó con fuerza el mango del cuchillo y se decidió. Con gran cuidado, asomó la nariz tras el arco y echó una rápida mirada al vestíbulo: un hombre apoyado en la puerta de entrada, cubierto con gabardina y sombrero, y abrazado a un paquete como si la vida le fuera en ello, jadeaba bruscamente en el recibidor de su casa.
–Dios mío, Dios mío, Dios mío –suplicó mentalmente–, ¿qué voy a hacer? Sácame de ésta, por favor.
En un nuevo arranque de valentía, volvió a asomar la mirada tras el arco. Repentinamente, los pies se pusieron en movimiento y la trasladaron hasta el hall.
–¡Fernando! –gritó–. El hombre se sobresaltó y su respiración se agitó nuevamente–. ¡Eres tú!
–¡Jesús, qué susto! –exclamó él–. ¿No podrías ser más discreta?
–¿Pero qué haces ahí apoyado, respirando como si hubieras corrido el maratón?
–Chist –protestó él mientras se volvía y echaba un vistazo a la calle a través de los cristales laterales que franqueaban la puerta–. Calla.
–¿Qué? –preguntó ella extrañada acercándose y mirando también por el cristal–. ¿Ocurre algo?
–¿Notas alguna cosa rara?
Ella miró de nuevo y contestó:
–No. ¿Qué he de notar?
–No estoy seguro.
–Fernando, me estás asustando.
Él agitó la mano para hacerla callar de nuevo y continuó observando la calle.
–Bueno –dijo al fin–, parece que todo está bien.
–¿Y qué había de estar mal?
–Esto –dijo él señalando el enorme paquete de papel de estraza al que abrazaba.
–¿Y qué es eso?
–Parte de nuestro futuro.
–¿Nuestro futuro?
–Sí. Te dije que las cosas andaban mal. Me han colado demasiados cheques sin fondo últimamente, así que esta vez pedí el pago en efectivo.
–¿A qué pago te refieres?
–Al de la casa que he vendido, tonta. Ya te lo dije.
–¿Y traes ahí el dinero?
–Naturalmente. No creerás que lo voy a meter en el banco.
–¿Y por qué no? Siempre lo has hecho así. Eres un tipo honrado.
–Sí, y aún lo soy; pero me da miedo el asunto este de la crisis. No me fío un pelo de los bancos, así que el dinero se quedará en casa.
–¿Aquí?
–Efectivamente.
–Pero eso es muy peligroso.
–Lo sé. He venido asustado todo el camino pensando en que alguien pudiera estar siguiéndome, pero, como tú misma has comprobado, ahí fuera todo parece normal.
–¿Y cuánto es?
–Cuarenta mil euros.
–¡Por Dios bendito! ¡Cuarenta mil euros! ¿Te has vuelto loco o qué? Lleva ese dinero al banco ahora mismo.
–He dicho que no.
–¿Pero no te das cuenta de que si alguien se entera podríamos estar en peligro?
–Nadie lo sabe y nadie lo sabrá. Voy a esconderlo muy bien. He tenido una idea absolutamente genial, lo meteré en…
–¡No!
–¿Qué?
–Calla. No quiero saberlo.
–¿Pero por qué?
–Porque si una de esas bandas centroeuropeas viene a robarnos, no quiero saber dónde está el dinero, o será lo primero que confiese en cuanto vea el ceño fruncido de uno de esos tipos. Apáñatelas como quieras, pero a mí déjame en paz.
El teléfono sonó y ella volvió al salón para cogerlo. Se oyó su voz alegre que hablaba con una amiga. Él fue directo a la cocina, de la que salió poco después con una cerveza en la mano. Se sentía tranquilo. Estaba seguro de que nadie le había seguido y la idea luminosa que se le había ocurrido para ocultar el dinero era, lo pensó de nuevo, absolutamente genial. Subió alegremente los escalones camino de su dormitorio mientras a su espalda aún se oía la voz de la mujer.
Con una sonrisa dibujada en la cara, se fue cambiando lentamente mientras bebía con gusto la cerveza. Acabó por fin de ponerse su equipo deportivo y del armario tomó la raqueta de squash. Bajó las escaleras con brío y entró en el salón. Su mujer aún continuaba pegada al teléfono. Se acercó por detrás y la besó en el cuello. Ella se volvió y, al verle de tal guisa, preguntó con la mirada. Él contestó entre susurros:
–Voy un rato a la cancha. He quedado con Emilio para echar un partido.
Ella asintió con la cabeza y continuó charlando con su amiga.
En la cancha de squash, Fernando sudaba la gota gorda. El trabajo de constructor requería todo su tiempo, lo cual le había llevado, poco a poco, a olvidar los buenos hábitos y sumergirse en un círculo vicioso en el que el trabajo llevaba a más trabajo, y más, y más. Ahora, junto al apolíneo Emilio que le estaba dando una buena tunda, se daba cuenta no sólo de que había perdido la forma, sino de que estaba a punto de echar el bofe por la boca y de que, si no mediaba algún alegre evento que lo remediara, en breve tendría que pedir árnica y darse totalmente por vencido. Repentinamente, escuchó la melodía de su móvil, lo cual le dio la feliz oportunidad que anhelaba para detener el partido y tomarse un pequeño respiro. El teléfono mostraba el nombre de su mujer.
–Dime –dijo entre jadeos.
–¡Jesús, Fernando, qué tarde llevas! ¿Y ahora por qué resuellas?
–Ay, no puedo con mi alma. Enróllate un poco, anda, que necesito recuperar el aliento.
–No tengo nada con que enrollarme. Te llamo sólo para preguntarte qué prefieres de cena: pato a la naranja o lubina.
–El pato.
–Pues va a ser la lubina.
–Me apetece el pato.
–Pero la lubina la compré ayer y no quiero que se me eche a perder.
–Pues si ibas a poner la lubina, ¿para qué me llamas? –preguntó él, enfadado.
–Para que respiraras, caray, que pareces tonto. Hala, hasta luego, y no tardes que no quiero comérmela fría.
Sin haber podido tomarse el descanso necesario, o incluso aunque lo hubiera hecho, nada pudo oponer al poderío de Emilio, que venció claramente. Un poco amoscado por ello y prometiéndose firmemente que retomaría los buenos hábitos, se encaminó de vuelta a casa acompañado de su humillador.
–Venga –le metió prisa Emilio–, que la parienta me echa la bronca si se enfrían las croquetas.
–¿Eso vas a cenar? –rio él con cierta maldad–. A mí me espera una lubina. Si es que no sabes vivir, Emilio, no sabes… –fue su pequeña venganza.
Subió las escaleras sin saludar a su mujer, que desde la cocina le apremió:
–Dúchate rápido que voy a meter la lubina en el horno.
Bajo el consolador chorro de la ducha, se fue sintiendo mejor. La vida ya no era lo que fue y se dio cuenta de que el trabajo le había absorbido por completo. Estaba bien eso de ganar una pasta y vivir a cuerpo de rey, vestir buenas marcas, disfrutar de vacaciones paradisiacas y tener el cochazo que se había comprado…, pero ya no disfrutaba de la vida como lo hacía antaño. Era tiempo de cambiar. Cerró el grifo y salió de la ducha. Sí, era tiempo de cambiar, siguió pensando mientras se frotaba fuertemente con la toalla. Disminuiría la carga de trabajo. Por supuesto, ello supondría una reducción en los ingresos, pero y qué. No pasaba nada porque uno no pudiera cenar lubina y tuviera que conformarse con el pato a la naranja, o incluso con pollo. Lo importante era recuperar…
–¡Lubina! –gritó.
–¡Fernando! –oyó la voz de su mujer que también gritaba desde abajo-. ¡Fernando, Fernando! ¡Baja, por Dios!
La cocina había desaparecido tras una intensa humareda.
–¡Algo le pasa al horno! –dijo ella asustada–. Mira a ver qué es. Me da miedo que estalle con el gas.
–¿Pero has puesto el horno? –gritó él.
–¡Pues claro! –contestó ella–. ¿Cómo, si no, iba a asar la lubina?
–¡Loca, todo el dinero estaba dentro!
Sentados a la mesa del comedor, con las ventanas de la casa abiertas de par en par, Fernando suspiraba lánguidamente.
–Vamos, vamos…, más se perdió en Cuba –apuntó ella animosa–. Come un poco, anda, que luego no vas a poder dormir…
–¿Dormir? ¡Ja, ja, ja! –rio histérico mientras, rumiando su rencor imaginaba al hermoso Emilio cenando croquetas–. Dormir, dormir…, cuando ni siquiera podré jactarme de haber cenado la lubina más cara de la historia.
Oyó cómo alguien cerraba la puerta de forma sigilosa. Se extrañó. Echó un vistazo al reloj de la cocina y comprobó que era la hora en que Fernando volvía del trabajo, pero él siempre entraba en casa dando voces. Asustada, tomó un gran cuchillo del cajón y se deslizó suavemente por el pavimento de la cocina hasta llegar a la puerta que la comunicaba con el salón. Pegada a la pared, fue avanzando lentamente hasta que alcanzó el arco que daba paso al vestíbulo. Allí, escondida tras el pilar que lo sostenía, agudizó el oído y pudo percibir con claridad una respiración jadeante.
–Oh, Dios mío –pensó–, han entrado en casa y Fernando aún no ha llegado. ¡Estoy sola! ¿Qué voy a hacer?
Sujetó con fuerza el mango del cuchillo y se decidió. Con gran cuidado, asomó la nariz tras el arco y echó una rápida mirada al vestíbulo: un hombre apoyado en la puerta de entrada, cubierto con gabardina y sombrero, y abrazado a un paquete como si la vida le fuera en ello, jadeaba bruscamente en el recibidor de su casa.
–Dios mío, Dios mío, Dios mío –suplicó mentalmente–, ¿qué voy a hacer? Sácame de ésta, por favor.
En un nuevo arranque de valentía, volvió a asomar la mirada tras el arco. Repentinamente, los pies se pusieron en movimiento y la trasladaron hasta el hall.
–¡Fernando! –gritó–. El hombre se sobresaltó y su respiración se agitó nuevamente–. ¡Eres tú!
–¡Jesús, qué susto! –exclamó él–. ¿No podrías ser más discreta?
–¿Pero qué haces ahí apoyado, respirando como si hubieras corrido el maratón?
–Chist –protestó él mientras se volvía y echaba un vistazo a la calle a través de los cristales laterales que franqueaban la puerta–. Calla.
–¿Qué? –preguntó ella extrañada acercándose y mirando también por el cristal–. ¿Ocurre algo?
–¿Notas alguna cosa rara?
Ella miró de nuevo y contestó:
–No. ¿Qué he de notar?
–No estoy seguro.
–Fernando, me estás asustando.
Él agitó la mano para hacerla callar de nuevo y continuó observando la calle.
–Bueno –dijo al fin–, parece que todo está bien.
–¿Y qué había de estar mal?
–Esto –dijo él señalando el enorme paquete de papel de estraza al que abrazaba.
–¿Y qué es eso?
–Parte de nuestro futuro.
–¿Nuestro futuro?
–Sí. Te dije que las cosas andaban mal. Me han colado demasiados cheques sin fondo últimamente, así que esta vez pedí el pago en efectivo.
–¿A qué pago te refieres?
–Al de la casa que he vendido, tonta. Ya te lo dije.
–¿Y traes ahí el dinero?
–Naturalmente. No creerás que lo voy a meter en el banco.
–¿Y por qué no? Siempre lo has hecho así. Eres un tipo honrado.
–Sí, y aún lo soy; pero me da miedo el asunto este de la crisis. No me fío un pelo de los bancos, así que el dinero se quedará en casa.
–¿Aquí?
–Efectivamente.
–Pero eso es muy peligroso.
–Lo sé. He venido asustado todo el camino pensando en que alguien pudiera estar siguiéndome, pero, como tú misma has comprobado, ahí fuera todo parece normal.
–¿Y cuánto es?
–Cuarenta mil euros.
–¡Por Dios bendito! ¡Cuarenta mil euros! ¿Te has vuelto loco o qué? Lleva ese dinero al banco ahora mismo.
–He dicho que no.
–¿Pero no te das cuenta de que si alguien se entera podríamos estar en peligro?
–Nadie lo sabe y nadie lo sabrá. Voy a esconderlo muy bien. He tenido una idea absolutamente genial, lo meteré en…
–¡No!
–¿Qué?
–Calla. No quiero saberlo.
–¿Pero por qué?
–Porque si una de esas bandas centroeuropeas viene a robarnos, no quiero saber dónde está el dinero, o será lo primero que confiese en cuanto vea el ceño fruncido de uno de esos tipos. Apáñatelas como quieras, pero a mí déjame en paz.
El teléfono sonó y ella volvió al salón para cogerlo. Se oyó su voz alegre que hablaba con una amiga. Él fue directo a la cocina, de la que salió poco después con una cerveza en la mano. Se sentía tranquilo. Estaba seguro de que nadie le había seguido y la idea luminosa que se le había ocurrido para ocultar el dinero era, lo pensó de nuevo, absolutamente genial. Subió alegremente los escalones camino de su dormitorio mientras a su espalda aún se oía la voz de la mujer.
Con una sonrisa dibujada en la cara, se fue cambiando lentamente mientras bebía con gusto la cerveza. Acabó por fin de ponerse su equipo deportivo y del armario tomó la raqueta de squash. Bajó las escaleras con brío y entró en el salón. Su mujer aún continuaba pegada al teléfono. Se acercó por detrás y la besó en el cuello. Ella se volvió y, al verle de tal guisa, preguntó con la mirada. Él contestó entre susurros:
–Voy un rato a la cancha. He quedado con Emilio para echar un partido.
Ella asintió con la cabeza y continuó charlando con su amiga.
En la cancha de squash, Fernando sudaba la gota gorda. El trabajo de constructor requería todo su tiempo, lo cual le había llevado, poco a poco, a olvidar los buenos hábitos y sumergirse en un círculo vicioso en el que el trabajo llevaba a más trabajo, y más, y más. Ahora, junto al apolíneo Emilio que le estaba dando una buena tunda, se daba cuenta no sólo de que había perdido la forma, sino de que estaba a punto de echar el bofe por la boca y de que, si no mediaba algún alegre evento que lo remediara, en breve tendría que pedir árnica y darse totalmente por vencido. Repentinamente, escuchó la melodía de su móvil, lo cual le dio la feliz oportunidad que anhelaba para detener el partido y tomarse un pequeño respiro. El teléfono mostraba el nombre de su mujer.
–Dime –dijo entre jadeos.
–¡Jesús, Fernando, qué tarde llevas! ¿Y ahora por qué resuellas?
–Ay, no puedo con mi alma. Enróllate un poco, anda, que necesito recuperar el aliento.
–No tengo nada con que enrollarme. Te llamo sólo para preguntarte qué prefieres de cena: pato a la naranja o lubina.
–El pato.
–Pues va a ser la lubina.
–Me apetece el pato.
–Pero la lubina la compré ayer y no quiero que se me eche a perder.
–Pues si ibas a poner la lubina, ¿para qué me llamas? –preguntó él, enfadado.
–Para que respiraras, caray, que pareces tonto. Hala, hasta luego, y no tardes que no quiero comérmela fría.
Sin haber podido tomarse el descanso necesario, o incluso aunque lo hubiera hecho, nada pudo oponer al poderío de Emilio, que venció claramente. Un poco amoscado por ello y prometiéndose firmemente que retomaría los buenos hábitos, se encaminó de vuelta a casa acompañado de su humillador.
–Venga –le metió prisa Emilio–, que la parienta me echa la bronca si se enfrían las croquetas.
–¿Eso vas a cenar? –rio él con cierta maldad–. A mí me espera una lubina. Si es que no sabes vivir, Emilio, no sabes… –fue su pequeña venganza.
Subió las escaleras sin saludar a su mujer, que desde la cocina le apremió:
–Dúchate rápido que voy a meter la lubina en el horno.
Bajo el consolador chorro de la ducha, se fue sintiendo mejor. La vida ya no era lo que fue y se dio cuenta de que el trabajo le había absorbido por completo. Estaba bien eso de ganar una pasta y vivir a cuerpo de rey, vestir buenas marcas, disfrutar de vacaciones paradisiacas y tener el cochazo que se había comprado…, pero ya no disfrutaba de la vida como lo hacía antaño. Era tiempo de cambiar. Cerró el grifo y salió de la ducha. Sí, era tiempo de cambiar, siguió pensando mientras se frotaba fuertemente con la toalla. Disminuiría la carga de trabajo. Por supuesto, ello supondría una reducción en los ingresos, pero y qué. No pasaba nada porque uno no pudiera cenar lubina y tuviera que conformarse con el pato a la naranja, o incluso con pollo. Lo importante era recuperar…
–¡Lubina! –gritó.
–¡Fernando! –oyó la voz de su mujer que también gritaba desde abajo-. ¡Fernando, Fernando! ¡Baja, por Dios!
La cocina había desaparecido tras una intensa humareda.
–¡Algo le pasa al horno! –dijo ella asustada–. Mira a ver qué es. Me da miedo que estalle con el gas.
–¿Pero has puesto el horno? –gritó él.
–¡Pues claro! –contestó ella–. ¿Cómo, si no, iba a asar la lubina?
–¡Loca, todo el dinero estaba dentro!
Sentados a la mesa del comedor, con las ventanas de la casa abiertas de par en par, Fernando suspiraba lánguidamente.
–Vamos, vamos…, más se perdió en Cuba –apuntó ella animosa–. Come un poco, anda, que luego no vas a poder dormir…
–¿Dormir? ¡Ja, ja, ja! –rio histérico mientras, rumiando su rencor imaginaba al hermoso Emilio cenando croquetas–. Dormir, dormir…, cuando ni siquiera podré jactarme de haber cenado la lubina más cara de la historia.
12 comentarios:
Muy bien contada, esta versión del cuento de la lechera con desastre financiero incluído... Como yo no he tenido nunca tanto dinero que guardar, no he tenido problemas a la hora de poner el horno... aunque yo, seguramente, escondería la pasta en otro sitio... No, no voy a decir dónde por si me toca el cupón del 11/11/11...
Besos
Si siempre se ha dicho:
«Un sitio para cada cosa; y cada cosa en su sitio»
MUY bueno el "CUENTO" "QUE ME HUELE DEMASIADO QUE NO ES TAL"...
¿Sabías, que por "ANGLOSAJONLANDIA", SON MÁS GILIPOLLAS AÚN?
¡Tienen SAlmones, Berzas y Lechugas de Plástico en el Congelador Donde Guardan De Todo, de Dinero a Joyas!¿Idiotas Verdad?
Pues eso.
Antes de "CENAR",Hay Que Mirar Bien lo que se Mete Al Horno, O Se Aliña...
Un Cordial Saludo
un
Brindis
y
¡¡RIAU RIAU!!
Jajaja...el hombre tenía bastante de ganso o de percebe, aunque Old Nick me llame idiota yo hubiera metido el dinero en el congelador en fase de criogenización y la lubina la hubiera mandado a la caja fuerte del banco de Santander
Saludos
Más le hubiese valido llevar el dinero a una gasolinera, por ejemplo.
Es que el tipo se pensaba que nunca más volverían a usar el horno ? Ni siquiera un soltero habría tenido semejante idea...
Muy bien contado.
Un saludo
¡Qué ocurrencia, meter el dinero en el horno!!! Está bueno, esas vueltas de tuerca me gustan :)
Pues os contaré, amigos, que la historia está basada en hechos reales: el otro día, una alumna me contó que su tío había llegado a casa con 40.000 euros y los había escondido en el horno. Su tía, se puso a cocinar (una lubina, dijo), la metió en el horno y quemó el dinero.
He aquí, me dije, una buena idea para una historia. Y he ahí arriba la historia. La llegada sigilosa a casa, la partida de squash, el bello Emilio, el pato a la naranja y demás zarandajas son cosa mía, pero el hecho..., el hecho en sí es cosa del tío de mi alumna, jajaja.
Si es que hay gente pa to (a la naranja).
;-)
Saludos, amigos, y gracias por vuestra visita.
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La verdad, Anónimo, se puede decir más alto, pero no más claro.
S. Cid: hay gente pa to (a la naranja y al horno) <;)
Una historia muy graciosamente contada, incluso con suspense...
Posodo: Bueno..., un poco más claro sí, la verdad, jajaja. ;-)
Pantera Rosa: Pssss, sólo pssss. De esas que se hacen en un ratín. No sé cómo no tengo vergüenza de sacar estas cosas a la luz, jaja.
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