jueves, 28 de abril de 2011

Capricho fatal VI

Capítulos anteriores:

-Capricho fatal I
-Capricho fatal II
-Capricho fatal III
-Capricho fatal IV
-Capricho fatal V

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Capricho fatal  VI

–Pero, ¿por qué, Mike? Laura está en el hospital, mi suegra… –me detuve un instante y lo miré. Él movió la cabeza de lado a lado en respuesta a mi mudo interrogante y yo volví a sentir que los hombros descendían. Si bien no la estimaba, era la madre de Laura y la noticia de su muerte llegaba en un momento en que mi ánimo se encontraba exánime por completo–. ¿Qué demonios ocurre, Mike? Laura está en el hospital –repetí–, mi suegra ha muerto y ¿yo he de preocuparme en pensar qué hice anoche?
–¿Por qué no viniste en tu coche, Harry? –preguntó Mike con un tono de voz que delató cierto deje de sospecha.
–Te lo expliqué ayer cuando te llamé desde la posada donde me alojé: no arrancaba, de modo que alquilé uno.
–Pero Laura y su madre salieron en él anoche. Cenaron en Greenwich y aún pudieron recorrer unos kilómetros de vuelta antes de que los frenos fallaran. El coche funcionaba, Harry.
–No cuando yo fui a cogerlo. Te lo juro, Mike. El coche no arrancó cuando yo fui a cogerlo.
–¿No le dijiste a Laura que estaba estropeado?
–No –respondí–, ni siquiera hablé con ella. Estaba demasiado enfadado para hacerlo. Entré en el dormitorio, llamé a la agencia de alquiler y me marché.
–Pero entonces Laura no debería haber usado tu coche, puesto que ignoraba que no te lo habías llevado.
–¿Eh? –pregunté ofuscado.
–Piensa Harry –me dijo agarrándome de nuevo por el brazo y apretando tanto que me hizo daño–. ¿Cómo pudo saber Laura que el Aston seguía en Londres?
Entonces recordé su vestido colocado sobre la cama, aguardándola para hacer de ella la mujer más bonita de la reunión botánica, y me vi a mí mismo arrojando las llaves del Aston sobre la colcha.
–Debió de encontrar las llaves encima de la cama –respondí muy bajo–. Las tiré allí cuando entré en el dormitorio para llamar a la agencia de alquiler.
–Supongo que eso será creíble –dijo con un tono grave que logró erizarme el cabello–, pero ¿qué es lo que te impidió llegar aquí anoche? ¿Dices que el auto de alquiler te dejó tirado en la carretera cerca de…?
–Hinchfield.
–¿No pudieron arreglarlo en el momento?
–No, el taller estaba a punto de cerrar cuando llegué y di el aviso.
–¿Y cuál era la avería?
Callé. ¿Cómo iba a explicarle a Mike que, en realidad, el coche de alquiler funcionaba perfectamente por la mañana, según me había explicado el mecánico?
–Creo que un sobrecalentamiento del motor o algo así.
–¿Podrá atestiguarlo el mecánico?
–Él… –balbucí como un niño pequeño que ha roto un cristal de la ventana y se ve en la tesitura de tener que declarar su culpa–. En realidad, Mike, el mecánico dijo que esta mañana el coche funcionaba sin problemas…
–¡Oh, Dios mío, Harry! –exclamó– El asunto comienza a complicarse más de la cuenta. La policía cree que los frenos del Aston Martin han sido manipulados y tú…, tú no haces sino ofrecer averías fantasmas, como si una conjura automovilística se hubiera confabulado contra ti. ¿Dónde se quedó el coche alquilado anoche? –preguntó.
–El mecánico dijo que lo había dejado a la puerta del taller.
–¿No lo encerró dentro?
–No. Al menos eso creo. Dijo que lo había dejado aparcado ante el taller.
–De modo que hubieras podido cogerlo…
–Pero no lo hice, Mike. ¿Por qué iba a hacerlo?
–Para volver a Londres, llegarte hasta Greenwich, manipular los frenos del Aston y…
–¿Qué estás sugiriendo? –pregunté asustado–. ¿Crees que intenté matar a Laura?
–La policía dice que el depósito que contiene el líquido de frenos fue agujereado.
–¿Y creen que lo hice yo? Pero si no entiendo nada de mecánica, Mike. Ni siquiera sé cambiar una rueda…
Mike me interrumpió con un brusco movimiento de la mano.
–¿Se quedó él con las llaves?
–¿Quién?
–El mecánico.
–Sí.
–Entonces resulta imposible que pudieras coger el coche –dijo sonriendo. Sin embargo, yo callé. No compartía su alegría en absoluto.
–Yo tenía otro juego de llaves.
–¿Cómo?
–Me lo entregaron en la agencia de alquiler –dije mientras extraía el juego de repuesto del bolsillo de mi chaqueta–. Al parecer siempre lo hacen.
–Vas a tener que buscarte un buen abogado, Harry –dijo Mike en un tono que me espeluznó–. Conozco unos cuantos. Estudiaremos cuál es el más conveniente para un caso de estos.
–¡Oh, Dios mío! –me lamenté–. No puedo creerlo. ¿Estás hablando en serio?
–Totalmente en serio, Harry. Creo que estás en un buen aprieto, a menos que puedas ofrecer una explicación convincente…
–¡Oh! –exclamé–.
–¿Qué?
–El Poeta Loco
–¿De qué demonios estás hablando?
Mi mente galopaba sin freno por caminos tortuosos que probablemente les parecerán demenciales, pero pondría mi vida como aval de que en aquel momento, y aún ahora, me resultaron de lo más acertado.  Contemplado el asunto a través del perturbado caleidoscopio desde el que yo lo observaba, todo cobraba un sentido completo y se explicaba con una lógica apabullante, aunque difícilmente admisible para una mente en su sano juicio.
–No vas a creerlo, Mike, pero te doy mi palabra de que es la pura verdad. Anoche pernocté en una fonda llamada The crazy poet. En ella encontré un libro escrito por un pirado en el que aseguraba que era posible lograr la realización de cualquier deseo con el simple hecho de pensarlo y yo…, Mike, ¡oh, Dios mío!, estaba tan enfadado por la súbita aparición de mi suegra este fin de semana y la determinación de Laura de no acompañarme a Maple House, que deseé la muerte de Theresa.
–¿Qué paparruchada me estás contando, Harry? No estamos para bromas.
–¡Es ese Poeta Loco! –gemí–. Deseé la muerte de mi suegra y esta mañana ella está muerta.
–El loco eres tú, amigo, y, si no eres capaz de explicar todas esas extrañas averías de los coches que en realidad funcionan perfectamente, vas a verte metido en un buen lío…
–¡Señor! –la voz de uno de los agentes sonó junto a la casa–. Lo siento, tenemos que irnos.
–Vamos, te acompañaré –dijo Mike–. Luego trataré de localizar a uno de esos abogados de los que te hablé.

El agente abrió la portezuela trasera del coche patrulla y yo me introduje dentro mansamente, como el cordero que penetra en el macelo totalmente ignorante del destino que le aguarda. De repente, unas notas atronadoras hirieron mis oídos, como si toda una orquesta hubiera comenzado a tocar en los jardines de Maple House. La voz de mi suegra se alzó burlona entre la algarabía de violines y timbales, y entonó unos versos que ya antes había escuchado:

Sì, Harry mio sarà;
lo giurai,
la vincerò.
Io sono docile, 
son rispettosa,
sono obbediente, 
dolce, amorosa;
mi lascio reggere, 
mi fo guidar.
Ma se mi toccano
dov'è il mio debole,
sarò una vipera, sarò
e cento trappole
prima di cedere
farò giocar!
Sì sì, la vincerò! 
(1)

El agente cerró la puerta y el sonido se ensordeció un tanto, pero cuando el coche enfilaba el camino de gravilla, en dirección a la salida, aún podía percibir los ecos de la voz de Theresa, entonando de nuevo para mí aquellos versos:

sarò una vipera, sarò
e cento trappole
prima di cedere
farò giocar!
Sì sì, la vincerò! 
(2)

- - - - - - - - - - - -

(1): Sí, Harry mío será,  /  lo he jurado, / y me saldré con la mía. / Yo soy dócil / y respetuosa, / soy obediente, / dulce, amorosa, / me dejo gobernar, / me dejo guiar. / Pero si me tocan / en mi punto flaco / seré una víbora, lo seré, / y de cien trampas / me serviré / antes de ceder. / ¡Sí, sí, me saldré con la mía!
(2): ...seré una víbora, lo seré, / y de cien trampas / me serviré / antes de ceder. / ¡Sí, sí, me saldré con la mía!

martes, 26 de abril de 2011

Capricho fatal V

Capítulos anteriores:

-Capricho fatal I
-Capricho fatal II
-Capricho fatal III
-Capricho fatal IV

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Capricho fatal  V

La entrada a Maple House es soberbia. La posición económica de Mike es ciertamente boyante y él se encarga de no permitir que prenda duda alguna al respecto. Los muros de piedras vetustas, el hierro forjado de la verja, enroscado en mil filigranas, cada una de las cuales debía de haber costado un riñón, el vasto bosque privado que rodeaba la propiedad y cada uno de los detalles que acompañaban el conjunto, bien a las claras lo dejaban. Recuerdo que, mientras atravesaba las descomunales verjas de entrada que un guarda había abierto al verme llegar, pensé que tal vez, si aquella conversación que me aguardaba con Mike prosperaba de forma adecuada, también yo pudiera  en breve adquirir una finquita que albergara una mansión si no tan colosal como la de Mike, sí al menos lo suficientemente suntuosa como para sorprender a Laura y, de paso,  granjearme el respeto de mi suegra. Su recuerdo me nubló el ánimo durante un instante, pero sólo un instante. A la vista aparecía Maple House, formidable y majestuosa.

Aminoré la velocidad y me acerqué lentamente por el camino de gravilla que discurría entre las plantaciones de frutales, al final del  cual unos jardines diseñados con exquisita simetría daban paso a la mansión, cuya fachada, profusamente acristalada en un derroche de vidrio que no había de entenderse más que como la manifestación evidente de la próspera situación económica del propietario original, respetaba, con absoluta escrupulosidad, las formas compactas y simétricas de la estética isabelina. Como culmen a aquella magnificencia, Mike había hecho tallar en la crestería las iniciales de su nombre, todo lo cual hacía de Maple House un auténtico ejemplo de ostentación y magnificencia.

En la puerta, un coche de policía rompía el encanto del pintoresco conjunto que formaban la casa y los jardines. Sin tener tiempo para preguntarme qué demonios pintaba aquel coche allí, acerté a adivinar la figura de Mike emergiendo por la puerta de la mansión y bajando las escaleras con una rapidez tal vez excesiva para recibir a alguien al que veía con tanta frecuencia como lo hacía conmigo. Casi no había terminado de detener el coche cuando Mike ya se encontraba junto a la puerta del auto.
–Hola Harry.
–¿Qué hay, Mike? –pregunté mientras esbozaba una amplia sonrisa.
Él no contestó. Sin dejar que cerrara la portezuela del coche, me tomó por el codo y me arrastró tras de sí. Caminamos juntos unos metros alejándonos de la casa. Mi sonrisa, para entonces, se había borrado.
–¿Qué ocurre, Mike?  –pregunté nervioso.
–Escucha, ¿dónde has pasado la noche?
–Ya te lo dije –contesté–. Se estropeó el coche y tuve que detenerme en un pueblecito pintoresco que encontré por el camino. No recuerdo su nombre… Hinchfield o algo así.
–¿Alguien puede  corroborar esa coartada?
–¿Coartada? –pregunté estupefacto–. ¿Cómo que coartada, Mike?
–Escúchame –dijo bajando la voz y acercándose a mí–, ¿hay alguien que pueda confirmar que has pasado la noche en Hinchcliff o como sea?
–¡Claro que sí! –exclamé–. El dueño de la fonda donde me alojé. ¿Pero por qué tiene nadie que confirmar mi estancia en Hinchfield? ¿Y por qué hablas de ella como una coartada?
–Ha ocurrido algo terrible, Harry –dijo deteniéndose y mirándome directamente a los ojos.

Le devolví una mirada seria y escrutadora, pero Mike no volvió a hablar. Alargó el brazo y me entregó un periódico que desdoblé con desazón. Two killed in car crash, decía el titular de la noticia que aparecía en la página por la cual estaba doblado. Laura Elvesham y su madre, la señora Theresa Aubrey, murieron ayer por la noche en un trágico accidente de coche debido a un fallo en los frenos de su automóvil. El marido, Henry Elvesham, a quien al cierre de esta edición había sido imposible notificar la noticia por encontrarse fuera de Londres, en viaje de negocios, es un importante empresario en el campo de la extracción de fosfatos...
–¡Oh, Dios mío, Mike…! –exclamé–. Laura… Laura ha…
–No, no –se apresuró a negar Mike–. Ella no. Es un error. Está grave, pero no ha muerto.
Respiré aliviado y sentí cómo los hombros se deslizaban hacia abajo, haciendo de mi porte el del hombre contuso por un duro golpe, pero que aún se mantiene en pie
–Fue ella –continuó Mike– quien, esta mañana, al recuperar la consciencia, dio mi dirección a la policía creyendo que te encontrabas aquí.
–¿Ésa es la razón de que esté ahí ese coche? –pregunté mientras señalaba con un movimiento del mentón el coche patrulla, junto al cual observé que aguardaban para entonces un par de agentes.
–Sí. Han venido a buscarte, pero han tenido la deferencia de permitirme hablar contigo unos minutos para que te previniera de la terrible noticia, sin embargo, no tenemos mucho tiempo. Debes tranquilizarte y pensar. Has de recordar exactamente qué hiciste anoche, Harry. Es de vital importancia.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal VI.

domingo, 24 de abril de 2011

Capricho fatal IV

Capítulos anteriores:

-Capricho fatal I
-Capricho fatal II
-Capricho fatal III

- - - - - - - - - - - - - - -

Capricho fatal  IV

No obstante, después de cenar, me retiré a mi habitación con la misma carga de apatía que me había embargado durante las últimas horas. Ni siquiera la advertencia de Fenn, aunque sugerente en extremo, como ya dije, despertaba pasión alguna en mi ánimo y, sin embargo, abandonado por la necesidad de dormir, me metí en la cama y comencé la lectura del libro, un sesudo tratado sobre el arte del deseo que me hubiera provocado de inmediato el sopor necesario para apagar la lamparita de la mesilla y dormir hasta el día siguiente, de no haber estado mi mente conversando en loco parloteo consigo misma sobre las circunstancias que habían rodeado mi altercado con Laura.  Y así fue que, página tras página, alcancé los fatídicos párrafos en los que poeta se explicaba, al fin, con claridad:

Yo, lector perseverante que has consentido en seguirme hasta aquí en este Arte del deseo, descubrí la manera de alcanzar, con el simple poder del pensamiento, aquello que con más fuerza remueve el fuego de nuestros anhelos. Aunque tal vez hablar de descubrimiento sea presuntuoso por mi parte, pues se trató de un hallazgo natural e inesperado, y no producto de laboriosos experimentos o complicadas fórmulas alquímicas. De la misma forma, cabalgando a lomos de la fortuna, que la bolita acaba por posarse sobre el rojo o sobre el negro en la desapasionada ruleta giratoria, la revelación cayó sobre mí por puro azar, mientras me encontraba paseando entre recónditos y solitarios breñales raramente hollados por el ser humano, sin que hubiera yo arriesgado un solo penique en una black pet o aventurado mis caudales en un tout au rouge. Y, así, sin ser agente activo en el asunto ni procurar intervención alguna, siquiera hubiera sido sólo con el pensamiento, llegó hasta mí la nefasta revelación que ha torturado mi existencia desde entonces.

Quizá haya quien me encuentre afortunado y, sin embargo, no atisba a entrever tan  incauto ser la dificultad que entraña poseer la capacidad de volver ciertos los anhelos. Primeramente, porque pierde la existencia toda necesidad de lucha,  pues la vida se transforma en un sendero tedioso cuando a uno le es dable disfrutar sin límite de todo cuanto se ambiciona. Y, sin embargo, no es éste el más acerbo castigo que hube de sufrir a causa de aquel inoportuno descubrimiento porque, tras ese primero, uno mucho peor aguardaba oculto tras la aparente sublimidad con que daba en querer mostrarse, pues con su posesión, y siendo yo hombre recto y juicioso, no pude sino inclinar la cerviz y resignarme a cargar con el abrumador peso del más terrible de los dramas: ser dueño y señor del poder total, y saber que sobre mis hombros descansaba la soberanía del universo.

Bostecé intensamente mientras me cruzaba el magín la idea de que, después de todo, el dueño del pub no había errado en absoluto al tildar a aquel hombre de loco. Los párrafos de una demencia mostrada sin rubor se sucedían monótonos sin que el sueño acabara por llegar y me diera descanso. De modo que no encontré razón para detener la lectura:

Aquellos cuyas vidas se activan con el único propósito de alcanzar la supremacía sobre sus semejantes y extender un inexorable dominio sobre ellos poseen, sin lugar a dudas, una naturaleza cruel y depravada, pues no otro es el germen del poder que la desalmada perversidad. Otros, ignorantes de este origen abominable,  buscan con manos cándidas alcanzar una autoridad con la que trabajar por el bien ajeno; la cual, sin embargo, una vez asentados sus reales en la cándida criatura, muestra su auténtico rostro y torna el alma ilusa que la buscaba para el bien en espíritu avieso que no ha de utilizarla sino para el único uso para la cual fue ideada: la maldad, la injusticia y la crueldad sin medida.

Yo fui de estos últimos, y qué gran tormento pesa sobre mí desde entonces. ¡Cuánto he deseado olvidar esa revelación fatal que vino a dominar mi vida! Y, sin embargo, por paradójico que parezca, este terrible poder que concede cualquier deseo no funciona consigo mismo: por más que he deseado  librarme de él, no he lo he conseguido.

Pudiera mostrar el lector su incredulidad, y no le faltaría razón para ello, pues son mis palabras difíciles de aceptar como ciertas, pero si cree que no tengo otro modo de avalarlas sino el de apelar al crédito que quiera concederme, se equivoca. Sí lo hay, aunque dudo de si debería desvelarlo. No miento: existe una potencia todopoderosa en el interior de nuestra mente capaz de conseguir cualquiera que sea la ambición que nos consume. La única forma de probar mis palabras es demostrarlo y, sin embargo, no aconsejo que se continúe con la lectura porque, de hacerlo, se convertirá el lector en otro monstruo como yo, para quien sólo queda una salida…


Así pues, si no desea someterse a esta tiranía atroz, cese su lectura. Si, por el contrario, es su curiosidad tan grande como para querer mi demostración, simplemente desee, lector atrevido. Desee aquello que su alma anhela con mayor fuerza. Desee, desee… Deséelo.

Y fue entonces cuando aquel pensamiento que yo creí inocuo acudió a mi mente sin necesidad de traerlo atado por el ronzal. Con una amplia sonrisa de incredulidad atravesando mi rostro, deseé mi más profundo anhelo, aquél que reinaba en mi mente sobre cualquier otro de factura más apetecible a los sentidos y sin que fuera la conciencia capaz de colocar traba alguna a su llegada:
–¡Oh –exclamé en mi fuero interno–, cómo me gustaría ver muerta a esa mujer infecta! Ése es mi deseo, Poeta Loco: quiero matar a mi suegra. 

Después cerré el libro mientras dedicaba a aquel poeta loco algún que otro epíteto jocoso y, con una sonrisa prendida de los labios, apagué la luz.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal V.

viernes, 22 de abril de 2011

Capricho fatal III

Capítulos anteriores:

-Capricho fatal I
-Capricho fatal II

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Capricho fatal  III
 
The crazy poet era un pub rural, recio y construido con buenas maderas, cuyo piso superior había sido adaptado para que sirviera de alojamiento. La habitación que se me destinó era ciertamente coqueta y, sobre todo, estaba limpia y caliente, lo cual se agradecía pues fuera había empezado a llover y a moverse el viento, volviendo el exterior un lugar sumamente desapacible para las fechas en las que nos encontrábamos. Fatigado por las irregulares circunstancias que el día me había deparado, me tumbé sobre la cama para retomar el aliento y calmarme, pero con ello sólo conseguí que una lacerante punzada me taladrara el costado. Sintiendo mi irritación subir un grado más en la escala, tanteé con la mano el bolsillo de mi chaqueta, donde parecía ocultarse el objeto causante del dolor, y extraje las llaves de repuesto para el coche que me habían dado en la agencia de alquiler. Recordé que las otras las había dejado puestas en el coche abandonado y por un momento pensé en la desgracia que supondría, y que vendría a sumarse a las que ya estaban ennegreciendo mi vida, el que algún desalmado, tras lograr ponerlo en marcha, lo hubiera robado. Sin embargo, unos golpecitos en la puerta me advirtieron de que el mecánico estaba de vuelta, sin novedad, al parecer, y de que traía mi equipaje.
–Su maleta, señor –dijo.
–Muchas gracias. ¿Encontró el auto sin novedad?
–Sí, señor. Lo remolqué hasta el taller y lo he dejado aparcado en la puerta. Mañana, a primera hora, me ocuparé de él.
–Sí, por favor. Me gustaría salir tan temprano como fuera posible.

Después de instalarme, pensé que, en lugar de permanecer tumbado en una cama rumiando mi mal humor, mucho más práctico sería hacerme con un buen tónico que reconstituyera mi ánimo, de modo que bajé con la intención de tomar un trago y ver si podía distraer aquel turbulento atardecer. Sin embargo, antes de que pudiera acceder al bar, el dueño me advirtió, por si fuera de mi agrado, de que existía una pequeña sala privada para los huéspedes, donde podría leer tranquilamente el periódico mientras degustaba mi bebida. Acepté encantado, pues, después de la pelea con Laura y el trastorno causado por el coche, deseaba silencio y soledad.

Sobre una pequeña mesa, junto a un muelle sillón cercano al hogar, encontré el Evening Star, que hojeé indiferente. No era aquello lo que en realidad me apetecía, si bien tampoco hubiera podido definir exactamente qué satisfecho anhelo habría calmado la desazón que para entonces me consumía. Una pequeña estantería llamó mi atención. Me acerqué a ella, aún desganado, y eché un vistazo a los volúmenes que contenía. Tomé uno de ellos y lo observé con detenimiento: Thomas Fenn, El arte del deseo.
–¿Le gusta leer? –la voz del dueño sonó detrás de mí.
–Sí –contesté mientras me volvía–, pero jamás había oído hablar de él –dije señalando el libro que tenía en la mano.
–No me sorprende. Nadie que no sea de aquí lo conoce –afirmó mientras colocaba mi bebida sobre la mesa–.  No fue lo que se dice un poeta exitoso. De hecho, tan sólo consiguió publicar una tirada muy corta de un librito que contenía algunos de sus poemas y otra más breve aún de este otro que ha llamado su atención.
–Van Gogh sólo vendió un cuadro en vida y mire cómo se cotizan ahora sus óleos. Tal vez míster Fenn haya comenzado con una tirada reducida de su obra, pero acabe convirtiéndose en un autor de éxito –me atreví a reflexionar en voz alta.
–Me temo que tal acontecimiento resultará imposible, señor. El pobre Thomas murió hace un tiempo y ése es el único libro que queda de él.
Enarqué una ceja a modo de sorpresa y balanceé el fino volumen en mi mano, mientras buscaba algo que decir
–Es usted afortunado, pues –fue todo lo que pude pergeñar.
–¿De veras lo cree?
–Bien…, sí, puesto que es el único ejemplar que queda de su producción literaria.
–Así mirado… –replicó sin mucha convicción–. En realidad no me siento privilegiado por poseerlo. Ni siquiera lo he leído. Pero tuve razones para hacerme con él.
–Siendo su vecino…, es natural.
–Oh, no –rio–, ni siquiera ésa hubiera sido una razón suficiente.  Sin embargo, sí me siento orgulloso de haberlo salvado.
–¿Salvado? –pregunté con extrañeza.
–Oh, sí, esa es la palabra. La he elegido correctamente porque fue eso precisamente lo que hice.
–¿Lo salvó de qué?, si puede explicármelo –pregunté con la curiosidad ya totalmente excitada.
–De la quema.
–¿De la quema? ¿La quema de libros? –la perplejidad me inundó. No acertaba a explicarme la reproducción de un hecho medieval en una época como la nuestra–. ¿Y quién demonios cometió tal monstruosidad?
–El propio Thomas –contestó el dueño de la taberna–. Hay que admitir que nunca fue un hombre que anduviera bien… –dijo mientras se llevaba el dedo índice a la sien y lo movía como si estuviera  apretando un tornillo–, pero tampoco acierto a explicarme por qué le acometió el caprichoso antojo de destruir su obra. Aún me pregunto si el motivo de la locura que le afectó los últimos días de su vida tuvo su origen en algún tipo de extrañas fiebres, pero lo cierto es que el pobre Thomas se volvió loco. Recopiló los ejemplares que habían adquirido los vecinos, compró el resto a la editorial y los prendió fuego en el jardín trasero de su casa. Los quemó todos… Todos…, menos ése.
–¿Y por qué éste no?
–Me dio el capricho de ocultárselo y, con un poco de maña, lo conseguí. No sé por qué lo hice, señor. No tengo una razón clara que darle, al fin y al cabo era asunto suyo, pero no me pareció bien que hiciera tal cosa. Aunque, en reparación por el engaño, cambié el nombre de la taberna y la llamé The crazy poet en su honor.
The crazy poet… –repetí–. Así pues, estaba loco…
–¿No lo cree así?
–Ciertamente, no es usual que un artista destruya su propia obra.
–Rosemary Halfman…, una vieja solterona que vive con la viuda Abbey –se vio en la necesidad de aclarar– suele darse al entretenimiento del espiritismo y afirma que el pobre Thomas estaba poseído por una especie de locura demoníaca. No es que yo eche cuenta de estas apreciaciones de vieja, señor, de veras creo que algo debía de andar mal en su cabeza, pero es cierto que esos últimos días en que anduvo como un demente recopilando los libros con la intención de quemarlos, se apuraba en explicar a todo aquél que quisiera escucharlo que su obra llevaba uncida, como una maldición inexorable, la perdición. Algunos intentamos persuadirlo de la insensatez de sus palabras, pero lo único que conseguimos con ello fue acrecentar su locura y enfurecerlo.
–Todo esto suena…
–¿Extraño? –me interrumpió. Yo hubiera utilizado la palabra exótico, pero no quise defraudarlo, de modo que admití la sugerencia.
–Sí, supongo que suena extraño.
–Lo fue. No se me ocurre ningún motivo por el que Thomas quisiera actuar así, salvo la demencia. El día anterior a su muerte, estuvo ahí –dijo señalando la parte en la que se encontraba el pub– toda la mañana y bebió sin descanso. Tuve que enfadarme con él, porque insistía en beber sin medida, y negarme a servirle más whisky. Me miró irritado y me gritó: ¿No sabes que intento cargarme de valor? Sin alcohol, me será imposible acabar con esta pesadilla. Yo no lo entendí entonces, pero luego…, a la mañana siguiente, supe a qué se refería.
Lo miré intensamente, animándolo a continuar. Su historia era verdaderamente extraña, curiosa o exótica, el adjetivo era lo de menos, pero había picado mi curiosidad y ahora deseaba conocerla a fondo.
–¿Qué ocurrió?
–Lo encontraron muerto en su dormitorio. De la lámpara colgaba una soga con la que se había ahorcado.
–¡Vaya! –exclamé sin encontrar nada más profundo que decir.
–Sí –replicó él con la misma locuacidad que yo había gastado.
–¿Y dice usted que no lo ha leído? –pregunté por romper el silencio que se había hecho entre nosotros.
–No, pero si usted desea hacerlo, no dude en tomarlo prestado. Pobre Thomas –dijo mientras se daba la vuelta y abandonaba la salita–. Pobrecillo… Descanse en paz.

Sentándome en el sillón, abrí el libro y leí sus primeras líneas: Aléjeme de su lado. Apárteme. Arrójeme lejos de cualquier lugar al que tenga acceso. Olvídeme. No quiera saber lo que contengo. Sin duda aquélla era una original forma de iniciar una historia que, desde luego, tal y como había sugerido el tabernero, bien podía ser la de una mente desequilibrada. Sin embargo, supuse que, en realidad, aquél al que llamaban el Poeta Loco debió de ser un tipo verdaderamente inteligente, pues había dado comienzo a su libro con una advertencia que lograba justo lo contrario de lo que aconsejaba: mantener al lector interesado en su obra.
–Bien, Thomas Fenn –me dije–, tú y yo vamos a pasar esta noche una alegre velada juntos.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal IV.

miércoles, 20 de abril de 2011

Capricho fatal II

Si estás interesado en este Capricho fatal II y no has leído el primer capitulito, puedes encontrarlo en el enlace Capricho fatal I.

Capricho fatal II

Estaba muy satisfecho del rendimiento que había venido ofreciéndome mi Aston Martin desde que lo compré hasta que, parece que los astros se conjuran en contra del desdichado todos a la vez, aquel día no quiso arrancar. A través del parabrisas, miré hacia el cielo seguro de encontrar a un dios furibundo dispuesto a abatirme con su poder sobrehumano, pero lo único que hallé fue un cielo veraniego sobre el que ni siquiera alcanzaban a asomar acechantes nubes.  Tal vez debería haber telefoneado a Mike para anular la cita, quizá entonces se hubieran detenido los sucesos que estaban a punto de acaecer, pero no lo hice. Saqué del maletero la pequeña maleta que utilizo para los viajes cortos y volví a casa. Desde la puerta, escuché la voz repelente de mi suegra que entonaba unos versos de El Barbero de Sevilla. Me detuve y a punto estuve de volver sobre mis pasos. Aquella voz engolada se jactaba, sin duda, de su triunfo sobre mí, una vez que mi propia mujer, con su ultrajante elección, había puesto de manifiesto el escaso influjo y poder de convicción que su ingenuo marido, simple y papanatas como únicamente un marido puede ser, ejercía sobre ella. Sólo la disciplina y el autocontrol que me inculcaron en Eton evitó que en aquel momento mi suegra y yo tuviéramos unas palabras que, sin duda, habrían acabado con mi matrimonio.

Encaminé mis pasos en dirección opuesta al lugar del que procedía aquella voz, pretenciosa en cuanto al fondo y amanerada hasta espeluznar en cuanto al tono, con el reverberar de su ofensa aún en mis oídos, pues se había permitido cambiar el nombre del enamorado al que canta Rosina, Lindoro, por el mío propio:
Sì, Harry mio sarà;
lo giurai,
la vincerò
…,(1)

Entré en el dormitorio y cerré la puerta detrás de mí, como si la ofensa pudiera quedarse fuera. Al menos la voz sí lo hizo, lo cual me dio cierto respiro durante los segundos que me llevó descubrir sobre la cama el traje de noche que sin duda Laura pretendía vestir para la reunión botánica de su madre. Aún resonaban en mis oídos las estridentes notas moduladas por la garganta de mi suegra cuando escuché el sonido de la ducha en el cuarto de baño anejo a nuestra habitación. Laura se preparaba para aquella absurda velada que había decidido pasar con una cáfila de fitólogos, botánicos aficionados y jardineros de tres al cuarto empeñados en amenizar la noche con aburridas exposiciones fitográficas e interminables inventarios de larvas, parásitos y gusanos dañinos para sus adorables jardines.

Doblemente enfadado, triplemente quizá, por el abandono a que me sometía mi propia esposa, por el fallo del coche y por el maldito traje que reposaba encima de la cama y que haría de ella la mujer más bella de la reunión, arrojé las llaves del Aston Martin sobre la colcha y tomé el teléfono de la mesilla. Si en algún momento cruzó por mi mente la idea de anular mi reunión con Mike, en aquel instante ya no estaba dentro de mí, de modo que telefoneé a una agencia de alquiler de coches y me hice con uno que pudiera sacarme de allí y llevarme hasta Maple House.

En el pasillo, su espantable voz volvió a taladrar mis oídos:
Io sono docile,
son rispettosa,
sono obediente,
dolce, amorosa
(2)  Ja, ja, ja
La oí entonar, cuando se interrumpió para reír, supongo que a mi pobre costa, antes de continuar:
Ma se mi toccano 
dov'è il mio debole,
sarò una vipera, sarò 
e cento trappole
prima di cedere 
farò giocar!
Sì sì, lo vincerò!
(3)

Corrí de puntillas hasta la puerta de la calle y cerré detrás de mí con nuevos versos que me aguijoneaban el alma, como si de las pinzas de un alacrán ponzoñoso se tratase.

Era viernes  y muchos otros londinenses, como yo, habían pensado dejar la ciudad unas horas para disfrutar de la naturaleza durante el fin de semana, de modo que la carretera se encontraba bastante concurrida, lo cual ralentizaba mi velocidad. No obstante, alcancé al fin la salida que debía tomar para llegar a Maple House, momento en el cual comencé a sentirme relajado. Conducir por una comarcal tiene sus riesgos, pero también es una experiencia llena de encanto: los amplios terraplenes cubiertos de verbasco y los senderos rurales que se hallaban delimitados por setos cargados de madreselva dulcificaron la irritante indignación con que venía fastidiándome el hecho de que Laura hubiera decidido quedarse con su madre, en lugar de acompañarme, y acallaron el rezongo interior con que había venido martirizándome durante el viaje.

Fue precisamente allí, en medio de aquel paisaje idílico, tras coronar una pequeña loma, y probablemente a causa de ella,  donde el  motor del viejo coche de alquiler se agotó y unas volutas de humo negro comenzaron a salir por debajo del capó. Después de algunos trompicones que me agitaron en su interior, se detuvo con un brusco gruñido y yo quedé patidifuso. Abrí el capó, naturalmente, como corresponde hacer a todo automovilista abandonado en la carretera por su coche, a sabiendas, sin embargo, de que era inútil, pues nada sé de mecánica. Lo cerré furioso. Empezaba a sentir que una suerte de maleficio se había derramado, quizá por mano de mi propia suegra, sobre mi pobre destino. Intenté calmarme pensando en aquello como una, aunque desventurada, simple fatalidad, y comencé a desandar el camino en busca de un pequeño pueblo que había atravesado poco antes de que el coche se detuviera.

Cuando alcancé mi destino, la tarde ya había caído y encontré al mecánico a punto de echar el cierre al taller. Con tono firme, aunque de él se escapó inevitablemente alguna que otra nota aguda que denotaba mi desesperación, le expliqué mi caso. Él, sin embargo, aunque no desatendió por completo mi solicitud, contestó con la pronunciación cerrada y calmosa propia del entorno rural que llevaría la grúa hasta la loma y traería mi coche de vuelta al pueblo, pero que no podría ocuparse de él hasta el día siguiente, puesto que ya era la hora de cerrar. Su determinación al respecto me pareció tan consistente, que no dio lugar a la réplica y hube de acomodarme a la situación y avenirme a tal remiendo. Me pidió que lo aguardara en la taberna de The crazy poet, donde ofrecían habitaciones para pasar la noche por un módico precio y adonde se ocuparía de llevar mi equipaje. Sumiso a la decisión del destino, me encaminé hacia la taberna que se me había recomendado, desde donde telefoneé a Mike para explicarle la situación y anunciarle mi retraso, pues no podría llegar hasta el día siguiente.

- - - - - - - - - - - - - - - -

(1): Sí, Harry mío será,  /  lo he jurado, / y me saldré con la mía.  
(2): Yo soy dócil / y respetuosa, / soy obediente, / dulce, amorosa,
(3): Pero si me tocan / en mi punto flaco / seré una víbora, lo seré, / y de cien trampas / me serviré / antes de ceder. / ¡Sí, sí, me saldré con la mía!

- - - - - - - - - - - - - - - -

Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal III.

lunes, 18 de abril de 2011

Capricho fatal I

Capricho fatal  I

Pensé que quería matar a mi suegra. Sí, eso fue lo que pensé y, considerando los acontecimientos que me habían llevado hasta tal pensamiento, cuya naturaleza tendrá el lector oportunidad de conocer al instante, habrá de admitirse que el juicio al que sin duda querrá someterlo debe quedar fuera de cualquier proceso que pueda encausar la moral y el proceder recto que se le supone a un marido afectuoso y devoto de su esposa, ya que en aquel instante maldito en que se produjo, tal pensamiento no procedía de una premeditada intención, racionalmente reflexionada y sopesada en profundidad, sino que fue producto de un arrebato emocional, arteramente avivado y nacido del mayor, al tiempo que irreflexivo, de mis anhelos. Y, sin embargo, cuán inofensivo lo consideré entonces.

Matar a la suegra… ¿Se asombra? Bien…, ¿qué espera que le diga? No puedo dejar de juzgar oportuno su estupor  y, sin embargo, no hay duda de que una cierta aversión hacia la suegra es un sentimiento enquistado en el corazón de todo hombre que sufre la desgracia de tener una. No lo niegue, aunque haya de transigir con ello furtivamente, ¡en el suyo, también! Ja, ja, ja, permítame estas carcajadas inofensivas, caballero, pues le comprendo, ¡vaya si le comprendo! Remolonee y atúsese el bigote mientras simula un extremo interés por aquello en que primero pueda fijar su atención en este juego del disimulo que es el matrimonio. Al fin y al cabo, seguramente mi pensamiento le parecerá excesivo, ¿me equivoco? Me atrevería a aseverar que no. Entiendo el razonamiento de que se valdrá para argumentar su fealdad: todos odiamos a las suegras, querido Harry, pero de ahí a apetecer su muerte. Más aun, de ahí a desear asesinarla… Ciertamente, tiene razón: es un capricho extremo que se adentra en los tenebrosos dominios de la monstruosidad. Lo admito, como no puedo sino doblegarme a ese segundo fragmento de reflexión que habrá añadido a su reproche, algo del tipo: sólo en un alma oscura podrían cobijarse anhelos tan odiosos. Todo lo cual hace de su razonamiento un argumento sólido.

Bien, lo admito, no es un pensamiento que me santifique, pero no puedo eludir los hechos y negarme a aceptar que existió, aunque, debe creerme, se lo ruego, cuando afirmo que, al igual que los afanes homicidas que de vez en vez brotan en el corazón de tantos hombres, desazonados a causa de las incompatibilidades forzosas que surgen con la familia política, no suelen ser sino puro ensueño, jamás  albergó el mío pretensión alguna de materializar los hechos. O, al menos, eso creo…

Mi suegra es una mujer ingobernable, de apetencias volubles, necesidades antojadizas, exigencias perentorias y todo ello aderezado con un carácter recio y caprichoso en uso del cual,  fas atque nefas, consigue todo aquello que se propone, independientemente de lo que a su paso arrolle, despedace o extermine. Lo cual, estarán conmigo, la vuelve absolutamente insufrible.  Fue ella el umbral desde el que dieron el primer paso las desdichas que me aquejan, pues suya fue la decisión de presentarse en nuestra casa de  Chelsea, sin advertencia previa a su llegada que levantara la caza, el mismo fin de semana que Michael Burrell nos había invitado a pasar con él en Maple House, su extraordinaria mansión campestre, y con quien estaba yo sumamente interesado en encontrarme a fin de resolver unos asuntillos que, de llegar a buen término, acabarían con los problemas que estaban llevando mis negocios de fosfato a la ruina.

Con cara de pocos amigos me enfrenté a Laura en la cocina, de la que oportunamente había huido Gladys, en previsión de que la charla matrimonial alcanzara cotas intolerables para los oídos de una doncella acostumbrada al simple tintineo de las tazas y el silbar de la tetera.
–Encuentro endiabladamente obsceno que se presente en nuestra casa sin avisar…  –bramé irritado.
–¿Qué puedo hacer? –trató de disculparse Laura–. Ya sabes cómo es…
–Lo que no sé es cómo vas a hacerlo, pero esa mujer tiene que salir de aquí antes de una hora.
–¡Pero, Harry… –exclamó indignada mientras me miraba con los ojos desorbitados–, es mi madre!
–Y son mis negocios, querida. Lo cual remite de inmediato a nuestra forma de vivir que, por cierto, puede verse seriamente deteriorada si Mike no me ayuda a solventar ciertos problemas que estoy teniendo con la extracción de fosfatos en el Sahara Occidental. De modo que, tal y como teníamos previsto, iremos al campo y pasaremos el fin de semana con él.
–Ve tú. Yo me quedaré con ella.
–¡Laura! –clamé enfurecido–, tu presencia en Maple House es indispensable. Mike nos espera a los dos.
–Lo siento, Harry, pero mi madre me ha pedido que la acompañe a la reunión anual que celebra el Círculo Floral en Greenwich y no puedo negarme.
–¿Cómo? –pregunté irritado–. ¿Estás dispuesta a permitir que un estúpido club floral se interponga en mis intereses, corrijo: ¡en nuestros intereses!, sin pestañear?
–Oh, Harry, no seas protestón. Debes comprenderlo. Se trata de una reunión extraordinariamente importante para ella. Han trabajado con denuedo para conseguir que su club de jardinería quedara adscrito a la Real Sociedad Botánica y esta noche acudirán a la velada personajes notables que está muy interesada en conocer.    
–Insisto, querida –repetí, esta vez, y a pesar de su ofensiva reconvención, con un tono suave que pretendía moderar la intensidad de mi enojo–, en que este fin de semana con Mike es también de suma importancia para nosotros. Mis negocios no marchan conforme a lo esperado y es bastante probable que tengamos problemas si no le ponemos remedio de inmediato.
–Lo entiendo, pero no sé qué crees que puedo pintar en esa reunión.
–No se trata de la reunión, Laura. No tendrás que asistir a ella, pero sí acompañarme el resto del fin de semana.
–¿De verdad soy tan indispensable?
–Eres mi esposa. Debería bastar con eso.
–Y ella es mi madre, lo cual también debería bastar.
–Pero, Laura…
–¿No querrás que vaya sola a su reunión? –me interrumpió.
–¿Acaso no tiene amigas?
–Ninguna de ellas puede acompañarla
–Pues entonces tendrá que ir sola.
–Harry… –dijo con una voz solemne que de por sí lo expresaba todo y a la que tuve que sobreponerme otorgando un tono desafiante a la mía–:
–¿Qué?
–Por favor, no te olvides de dar mis recuerdos a Mike.
Asunto resuelto. Punto final. Laura no me acompañaría a Maple House, de modo que tuve que marchar…, naturalmente, solo.

- - - - - - - - - - - - - - - - -

Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal II.

sábado, 16 de abril de 2011

Próximamente en su monitor...

Próximamente en su monitor...

Poco después de comenzar a escribir en este blog, me percaté de que tenía ciertas habilidades... para el crimen, y de ahí surgieron los primeros relatitos del "Atrápame si puedes". Eran cortos, naturalmente, puesto que estaban pensados para ver la vida en estas páginas de Finis Terrae y, por tanto, me impuse una longitud que no fuera más allá de las mil palabras. 

Luego, la vívida imaginación con que han querido las Musas obsequiarme comenzó a quejarse porque tan breve longitud no daba para desarrollar sus dotes tanto como deseaban, de modo que, a fin de darle cierta satisfacción, comencé a escribir mis crímenes algo más largos. En realidad..., mucho más largos, con lo que la posibilidad de que vinieran a exhibirse por aquí quedaba anulada. Sin embargo, no he renunciado a hacerlos públicos algún día. ¿Qué sentido tiene escribir una historia si sólo la voy a leer yo? Sí, ya, puedo consolarme pensando en lo bien que lo he pasado durante el tiempo en que fui pergeñándola hasta darle vida, pero los relatos están muertos mientras no sean leídos, de modo que no descarto que algún día pueda ofrecerlos al lector de Finis Terrae en formato PDF, o algo así, de manera que los que tengan un lector de e-book puedan deleitarse con mis asesinatos.

En el ínterin, entre muerte y muerte, y merced a una historia titulada Tal vez que surgió, como bien se explica en esta Disección de un relato, tras la vil tarea doméstica de barrer el patio, vino a mi cabeza la idea de una nueva serie de relatos, en esta ocasión, sin embargo, de índole diferente, pues aunque en ellos pudieran aparecer crímenes de la más variada condición, no surgiría la trama de una investigación detectivesca, sino de un hecho inexplicable del que brotaba toda la historia. Así surgió Tal vez (escrita también para blog y, por tanto, breve) y así ha venido a este mundo Capricho fatal, cuyos primeros párrafos ya anduvieron por aquí pero que no enlazo porque voy a permitirme su repetición en una próxima entrada, tras la cual vendrán otras  (pues este Capricho fatal es demasiado largo para publicarlo de una sola vez) que irán mostrando al lector interesado el devenir del pobre Harry Elvesham.

De modo que presta atención, lector de este blog, si es que sientes cierta inclinación por mis relatitos, porque próximamente tendrás la historia disponible en tu monitor.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Nota añadida con posterioridad: si deseas leer este relato, puedes visitar Capricho fatal I.

martes, 12 de abril de 2011

Curiosidades matemáticas

Curiosidades matemáticas

Leo en El secreto de los números, de André Jouette, algunas curiosidades referidas al cuerpo humano. Una de ellas habla concretamente del material del que estamos compuestos que es el que sigue:

Un individuo de 70 kg tiene 30 kg de músculos, 7 kg de huesos, 1 kg de pulmones, 5 litros de sangre y 27 kg de órganos varios, lo que desde el punto de vista químico se detalla así:

45,500 kg de oxígeno.
12,600 kg de carbono
         7 kg de hidrógeno
  2,200 kg de nitrógeno
  1,050 kg de calcio
770        g de fósforo
245        g de potasio
175        g de azufre
105        g de sodio
100        g de cloro
    3        g de hierro
    3,5     g de magnesio
    2        g de zinc
    0,2     g de manganeso
    0,15   g de cobre
    0,03   g de yodo
y trazas de flúor, cobalto, níquel, plomo, silicio...

Resumiendo, un cuerpo de 70 kg son 55 litros de agua que se mantienen en pie gracias a la combinación de los demás elementos.

También son curiosas las cuentas genealógicas que nos presenta el librito: 

Intentar identificar todos los antepasados es, en teoría, sumergirse en un pozo sin fondo.

Suponiendo que haya tres generaciones por siglo y mencionando tan sólo a los parientes ma´s directos, una persona nacida en 1990 tiene a sus padres naciodos en 1957 y podrá enumerar:

  4 nacidos en 1924          ---            64 nacidos en 1792
  8 nacidos en 1891          ---          128 nacidos en 1759
16 nacidos en 1858          ---          256 nacidos en 1726
32 nacidos en 1825          ---          512 nacidos en 1693

y, gracias a una progresión geométrica de razón 2,

              1.024   nacidos en 1660 (bajo el reinado de Luis XIX)
              8.192   nacidos en 1560 (bajo el reinado de Francisco I)
            65.536   nacidos en 1460 (bajo el reinado de Carlos VII)
          524.288   nacidos en 1360 (bajo el reinado de Juan el Bueno)
       4.194.304   nacidos en 1260 (bajo el reinado de San Luis)
     33.554.432   nacidos en 1160 (bajo el reinado de Luis VII)
   268.435.456   nacidos en 1060 (bajo el reinado de Felipe I)
2.147.483.648   nacidos en   960 (bajo el reinado de Lotario)

¡Basta ya! No es posible: esta cantidad supera la población mundial y América todavía no había sido descubierta. La teoría matemática carece de valor en este campo: sin continuáramos la serie, llegaríamos a más de un millardo de millardos de antepasados en época de Antonio (1.000 años antes).

La verdad es que hubo muchos cruces porque se viajaba poco. Todos somos algo primos.

Y la atmósfera... Mira que es ligera, ¡eh!, ¿pues sabéis cuánto pesa?

Según los cálculos realizados por Franco Vergnani, del laboratorio de astrofísica de la Universidad de Cambridge (Massachussets), la atmósfera terrestre pesa 5.136  · 10 elevado a 21 g, o dicho en román paladín: 5.136.000.000.000.000.000

- - - - - - - - 


PD: y entre tanto número, un recuerdo para Yuri Gagarin porque hoy se cumple el quincuagésimo aniversario del primer viaje espacial con un ser humano dentro de un frágil cacharro metálico. Entre tanto gramo de zinc y de manganeso..., ¡qué maravillosa esa masa gris que nos ocupa el craneo!, ¿verdad?


Google: quincuagésimo aniversario del primer viaje espacial

sábado, 9 de abril de 2011

Achuchoncillos

Achuchoncillos

Continúo sufriendo, amigos, y no siempre con paciencia, algunos achuchoncillos de salud. Nada importante, espero, pero sí molesto y tocanarices. La cuestión es que empecé con una chorrada, y eso derivó en otra chorrada, y ésta, a su vez, en otra y... así llevo ya dos meses. Mientras tanto, mi vida sigue más o menos igual, esto es, currando mucho y harta de niños, pero he notado que poco a poco, merced a estos achuchoncillos, voy perdiendo por el camino algunos de los quehaceres que me hacían la existencia no diré llevadera, sino feliz: mis historias y, últimamente, ¡hasta mis libros!

Y es que hace ya semanas (o eso creo, porque he perdido la cuenta) que no me siento con ganas de ponerme ante el ordenador a teclear. ¡Es una lástima!, porque últimamente andaba tan sembrada... A cada instante se me ocurría una idea, una buena idea, una idea genial (según mi parecer), que anotaba en el primer papel que encontraba por ahí (¡cuántos habré perdido así!), de manera que tengo volereando por casa un buen montón de historias en espera de tecleo. Sin embargo, como decía ahí arriba, el ánimo anda mustio. Tan mustio que, como también apuntaba ahí arriba, hasta mi ansia lectora se está viendo afectada.

¡Es tiempo de cambiar!, ¿no? Llevo las últimas horas demasiado alicaída para tomarme en serio esa exclamación con que abro el párrafo, pero voy a intentarlo. Puede que la mitad de mis males vengan por ahí. Así que mañana, en cuanto le haya dado un repaso al patio (que falta le hace), me pondré a teclear (¿lo haré? Ay, sí, creo que me vendría bien. Ánimo, ánimo, S. Cid). Y para picaros la curiosidad (a ver si también animáis vosotros) os copio los primeros párrafos de la historia que me tenía ocupada estas semanas de atrás y que dejé colgada:

Pensé que quería matar a mi suegra. Sí, eso fue lo que pensé y, considerando los acontecimientos que me habían llevado hasta tal pensamiento, cuya naturaleza tendrá el lector oportunidad de conocer al instante, habrá de admitirse que el juicio al que sin duda querrá someterlo debe quedar fuera de cualquier proceso que pueda encausar la moral y el proceder recto que se le supone a un marido afectuoso y devoto de su esposa, ya que en aquel instante maldito en que se produjo, tal pensamiento no procedía de una premeditada intención, racionalmente reflexionada y sopesada en profundidad, sino que fue producto de un arrebato emocional, arteramente avivado y nacido del mayor, al tiempo que irreflexivo, de mis anhelos. Y, sin embargo, cuán inofensivo lo consideré entonces.

Matar a la suegra… ¿Se asombra? Bien…, ¿qué espera que le diga? No puedo dejar de juzgar oportuno su estupor  y, sin embargo, no hay duda de que una cierta aversión hacia la suegra es un sentimiento enquistado en el corazón de todo hombre que sufre la desgracia de tener una. No lo niegue, aunque haya de transigir con ello furtivamente, ¡en el suyo, también! Ja, ja, ja, permítame estas carcajadas inofensivas, caballero, pues le comprendo, ¡vaya si le comprendo! Remolonee y atúsese el bigote mientras simula un extremo interés por aquello en que primero pueda fijar su atención en este juego del disimulo que es el matrimonio. Al fin y al cabo, seguramente mi pensamiento le parecerá excesivo, ¿me equivoco? Me atrevería a aseverar que no. Entiendo el razonamiento de que se valdrá para argumentar su fealdad:
todos odiamos a las suegras, querido Harry, pero de ahí a apetecer su muerte. Más aun, de ahí a desear asesinarla… Ciertamente, tiene razón: es un capricho extremo que se adentra en los tenebrosos dominios de la monstruosidad. Lo admito, como no puedo sino doblegarme a ese segundo fragmento de reflexión que habrá añadido a su reproche: sólo en un alma oscura podrían cobijarse anhelos tan odiosos. Todo lo cual hace de su razonamiento un argumento sólido.

Bien, lo admito, no es un pensamiento que me santifique, pero no puedo eludir los hechos y negarme a aceptar que existió, aunque, debe creerme, se lo ruego, cuando afirmo que, al igual que los afanes homicidas que de vez en vez brotan en el corazón de tantos hombres, desazonados a causa de las incompatibilidades forzosas que surgen con la familia política, no suelen ser sino puro ensueño, jamás  albergó el mío pretensión alguna de materializar los hechos. O, al menos, eso creo…

jueves, 7 de abril de 2011

Los relatos del padre Brown

Los relatos del padre Brown    (G. K. Chesterton)

Chesterton es un autor de los de lectura obligada. Hombre de acerado ingenio, escribió mucho y muy bien. Por estas páginas ya lo hemos encontrado y sin duda nos toparemos con él en ocasiones venideras.

Pero atendamos a la obra que hoy nos ocupa que es, ni más ni menos, que una recopilación completa de los relatos del padre Brown, publicada por la Editorial Acantilado,  la cual está introducida por una "Nota a esta edición" (la mía es la 4ª) de sumo interés, razón por la cual copio para el lector de Finis Terrae

En su mayoría, los relatos del padre Brown se publicaron originalmente en diversas revistas inglesas y americanas -como Cassell’s, Stroy-teller, Pall Mall o Nash’s- entre los años 1910 y 1935, y posteriormente se reunieron en cinco volúmenes sucesivos: El candor del padre Brown, La sagacidad del padre Brown, La incredulidad del padre Brown, El secreto del padre Brown y El escándalo del padre Brown. Esos volúmenes constituyen la columna vertebral de la presente edición. Sin embargo, tras la muerte de Chesterton, aparecieron todavía varios relatos. El primero fue “La vampiresa del pueblo”, que se publicó por primera vez en una edición privada de 1947 y que no se incluyó al final de El escándalo del padre Brown hasta 1951; a éste le siguieron “El secreto del padre Brown” y “El secreto de Flambeau”, que pasaron a formar parte de El secreto del padre Brown.

“El caso Donnington” se descubrió en 1981. Se trata de una obra escrita en colaboración con el autor de novelas policíacas sir Arthur Pemberton (1863-1950). Pemberton escribió la primera parte para el número de octubre de 1914 de la hoy olvidada revista The Premier. Por previo acuerdo, se enviaron las galeradas a Chesterton, quien introdujo al padre Brown en la historia y propuso una solución al misterio. Ésta última se publicó en el número de noviembre.

“La máscara de Midas”, que Chesterton escribió el último año de su vida, cuando estaba ya gravemente enfermo, no se descubrió hasta hace unos pocos años, en 1991, en forma de fotocopia del manuscrito original. El texto había sido mecanografiado por Dorothy Collins, en tiempos secretaria de Chesterton, e incluía numerosas correcciones de puño y letra y varias notas del propio escritor. En el encabezamiento, Collins escribió las indicaciones “Nueva serie, nº 2” y “No publicar”. Al parecer, “La vampiresa del pueblo” era el primer relato de la citada “Nueva serie”, mientras que “La máscara de Midas”, por algún motivo que desconocemos, no debía publicarse. En cualquier caso, el evidente interés de este último relato, que es también el último escrito por Chesterton -y, a día de hoy, el más recientemente descubierto-, nos ha llevado a incluirlo también en esta edición, primera en recoger en español todos los relatos conocidos que tienen como protagonista al padre Brown.

Así pues, en un solo tomo se pueden disfrutar todos los relatos de este curita tan sagaz, incluyendo esos tres títulos: “El caso Donnington”, “El padre Brown resuelve el caso Donnington” y “La máscara de Midas”, no incluidos en ninguna otra colección.

Dejo estos enlaces que pueden resultar de interés al lector:


- Extracto del libro.
- El bien, el mal y la justicia (ABC).
- Los enigmas del padre Brown (La Vanguardia).
- Los relatos del padre Brown (El imparcial)

Y un vídeo:











Si no puedes ver el vídeo, tal vez lo logres aquí.

lunes, 4 de abril de 2011

Años curiosos

Años curiosos

2011 es un año curioso, al parecer. Hoy he recibido un correo de un compañero en que me cuenta asombrosas peculiaridades de este 2011. 

Habrá en él, por ejemplo, cuatro fechas singulares: 1/1/11, 11/1/11, 1/11/11 y 11/11/11. Después del primer momento de sorpresa en el que una exclama algo así como: ¡Anda, qué gracioso!, lo que me llama la atención del asunto es quién se habrá parado a pensar en ello. No porque para que a uno se le ocurra sea necesaria una reflexión profunda y sesuda del asunto, sino porque, la verdad, o tengo una mente muy simple que no repara en curiosidades de éstas, o no hay minutos suficientes en mi día para que el cerebro se preocupe en buscar peculiaridades de este tipo.

Otra cuestión relacionada con el año y con los números es la extraña suma, la cual tiene probablemente una explicación muy lógica en la mente de un matemático, a que da lugar la disposición de este curioso año, y cuyo resultado es siempre 111: toma las dos últimas cifras del año en que naciste súmale la edad que cumplirás este año y... te dará 111. 

También este año es curioso porque en el mes de octubre habrá cinco sábados, cinco domingos y... ¡cinco lunes!, algo que, menos mal, sólo ocurre cada 823 años. De modo que ¡ánimo!, no tendremos que volver a vivir un mes con cinco lunes nunca más.

¡Qué cosas tienen los números!, ¿verdad?

viernes, 1 de abril de 2011

Relevos blogueros

Relevos blogueros

De paseo por Erisada, el blog de Ana, me topo con que me ha pasado el testigo en una curiosa experiencia literaria (iniciada en el blog Vinividivinvi): la de escribir entre 20 personas una historia.. Éstas son las bases (que Ana tomó de Vinividivinvi y que yo me permito copiar directamente de Erisada):

Relevos blogueros

Voy a comenzar un relato y pasaré el testigo a otro blogger para que lo continúe. A su vez, éste tendrá que pasarlo a otro citando a los anteriores y sus narraciones correspondientes para que se entienda la historia. Para no hacerlo muy complicado y que no se convierta en una tortura, habrá que escribir un mínimo de 5 líneas y un máximo de 20.

También habrá que poner un punto y final alguna vez, así que iremos numerando a los participantes hasta un máximo de 20; el último tendrá que resolver la papeleta y ponerle un final.

El haber participado, no excluye que te puedan volver a pasar el testigo, así que estad atentos...

Es muy importante citar a los anteriores bloggers (enlazando su blog),numerar las aportaciones (para que sepamos en que punto está la historia) y explicar de manera clara y concisa los pasos a seguir. Si un nominado no puede o no quiere participar sería conveniente que lo comunique para que el que lo nominó elija a otro.

Espero muy ilusionada vuestra participación y creatividad.

Estos son los blogs que ya han participado:

1. Creatibea
2. Rubo
3. Su
4. Bee
5. Escarcha
6. Mimosa
7. Ana
8. Quino
9. Julie
10. Camy
11. Creatibea
12. Meg
13. Mimosa
14. Escarcha
15. Creatibea
16. Ana Laura

Y, bien, una vez aceptado el testigo que entregó Ana, me toca escribir. Espero satisfacer, con el capítulo 17, las expectativas de todos.


1.
La agorafobia de Lucía había hecho que llevase años confinada en lo que ella llamaba su búnker. Vivía de noche y dormía de día. Era una de esas mujeres por las que el tiempo pasa cruel y devastadoramente. Una aureola púrpura rodeaba sus ojos tristes, sin brillo, que se encajaban en un rostro descolorido y marchito. Tenía una nariz perfilada que sostenía unas anticuadas gafas.

Sus labios agrietados pedían a gritos menos nicotina, el pelo cano y desaliñado le llegaba casi a la cintura y la extrema delgadez de su cuerpo no podía casi sostenerla en pie.

Su partida de nacimiento confirmaba que tenía 35, pero los años de aislamiento elegido, la dejadez y el descuido habían hecho que pareciese una anciana.

Como una noche más, Lucía abrió su portátil, para asomarse por esa pequeña ventana y contemplar, indagar, husmear por entre las callejuelas de esa gran ciudad virtual que le tenía completamente fascinada. Mientras se desplegaba automáticamente la persiana azul de Microsoft, preparaba, como otras tantas veces, sus cigarrillos, el viejo cenicero sucio, y su té. El turquesa del mar de una playa desconocida le daban la bienvenida.

Y a partir de ahí, su conexión con el mundo.

-¡Clic!-


( Autora: BEA )

Leer más...

17.
De no ser por el cuerpo inerte de Elisa, oculto ahora dentro de un saco negro que Lucía no acertaba a imaginar de dónde podría haber salido, nada hubiera hecho presagiar que allí se había cometido un asesinato. Olga se afanaba en meter dentro de una de las bolsas de supermercado que Elisa había traído los paños con que habían limpiado la sangre. Lucía la observaba asombrada, preguntándose qué hacía su hija allí, quién había matado a Elisa y, asustada aún por su presencia, quién demonios era el hombre al que Olga había abierto la puerta y que les había ayudado a colocar el cadáver dentro del saco.
-¡Vamos!

La voz de Olga sonó urgente y demasiado imperativa para lo que debería corresponder a una hija dirigiéndose a su madre. Lucía obedeció como un autómata y la siguió. El hombre cargaba con el cuerpo de Elisa. Lo vio desaparecer tras la puerta del apartamento, seguido de su hija. Ella… vaciló. "Salir? ¿Ahí fuera? ¡Oh, Dios mío!
-¡Madre! –se escuchó la voz de Olga desde el descansillo.
Lucía reaccionó y salió. Se había avivado en ella el instinto materno que antes la embargara. Escuchó el ruido sordo que hizo la puerta al cerrarse tras ella y sintió como si, con aquel mínimo acto, todos sus miedos hubieran quedado encerrados dentro de la horrible cárcel en que se había convertido su apartamento.


El ascensor los llevó hasta el sótano. En el garaje, un coche aguardaba con el motor en marcha. Olga abrió la puerta y la invitó a entrar. Lucía no dudó. Mientras se acomodaba en el asiento trasero, oyó un doloroso golpe que retumbó en el portaequipajes. El hombre desconocido había colocado allí el cuerpo de Elisa sin demasiados miramientos.
-Toma- le dijo Olga mientras le tendía un vaso con té que había servido de un termo-. Te sentará bien.
Lucía bebió y sintió que un ingobernable sopor la invadía. El coche tomó la desviación hacia la autopista y se introdujo entre el denso tráfico.
-¿Se ha dormido ya? –preguntó el hombre desconocido.
-Sí –contestó Olga-. Ya está dormida.



Hasta aquí llega mi encargo. Es el turno de Sue, a quien le paso el testigo...

Belén 2013

Belén 2011