domingo, 27 de marzo de 2011

La maldición de Tutankamón

La maldición de Tutankamón

Entre la montaña (bueno, la suave colina) de papeles que he estado organizando este fin de semana, encuentro un artículo publicado, con el título de esta entrada, en A tu salud verde (El Mundo) el pasado 25 de julio de 2010.  Seguro que casi todos los que pasamos por aquí hemos oído hablar de esa maldición y casi seguro también que muchos pensamos que es una historia curiosa para hacer una película entretenida o escribir una novela amena, pero que maldición, maldición..., lo que se dice maldición... En cualquier caso, me viene bien copietear del artículo porque, al fin y al cabo, es una leyenda singular... que ayudará a pasar esta tarde de domingo.

Una muerte en extrañas circunstancias y una desafortunada cadena de coincidencias son el origen de la más inquietante de las leyendas sobre Egipto que se conocen. Imagínese. El Cairo, 4 de noviembre de 1922. Un explorador llamado Howard Carter revisa sus notas mientras asume el poco tiempo que le queda para obtener el único éxito que justificaría cinco caros años de excavaciones en el Valle de los Reyes.

Fue entonces cuando los gritos de uno de sus ayudantes le sacaron del letargo. A pocos metros de su estudio improvidado en mitad del desierto apareció un escalón antes sepultado bajo la arena. Éste fue el primer peldaño hacia lo que sería uno de los mayores descubrimientos arqueológicos de la historia del siglo XX: la tumba del faraón niño Tutankamón.

"Encontraron en un lugar que se creía totalmente rastreado una tumba real prácticamente intacta y una cámara funeraria tal y como la habían dejado los sirvientes del faraón 3.300 años antes. Fue un hallazgo maravilloso que nadie se podía imaginar", relata el presidente de la Asociación Española de Egiptología, Rafael Agustí. [...]

La noticia corre como la pólvora. "Realizado al fin el maravilloso descubrimiento en el Valle. Magnífica tumba con los sellos intactos. Esperamos su llegada. Enhorabuena". Éste es el telegrama que envía el descubridor a su mecenas, George Eward Herbert, quinto conde de Carnarvon, que viaja poco después a Egipto para ver con sus propios ojos el hallazgo.

Sin embargo, un acontecimiento fortuito oscurece el ánimo de algunos de los obreros que trabajaban en la excavación. Días antes de romper el sello de la entrada a las cámaras mortuorias, el canario que hacía compañía al solitario Howard Carter es devorado por una cobra, el animal que simboliza el poder ultraterreno del faraón "Tut". Una vez Lord Carnarvon llega a El Cairo, este mal presagio no impide que se abra la tumba. [...].

"Realmente no hay nada de cierto en lo que se popularizó como la maldición de Tutankamón", según cuenta la arqueóloga Esther Pons [...]. No obstante, esta experta reconoce que, tras la apertura de la tumba acaecieron hechos "que no tienen una explicación clara". A Lord Carnarvon le picó un mosquito que le provocó erisipela, una herida que se infectó al cortarse con la navaja de afeitar y que derivó en una grave infección sanguínea. Una extraña neumonía complicó la situación y aceleró el proceso que acabaría con su vida el 5 de abril de 1923, apenas cinco meses después de haberse interrumpido el descanso del faraón.

El responsable de una enfermedad respiratoria de este calibre podría ser un pequeño hongo denominado "aspergillus nigger", asiduo huésped de lugares cerrados y con humedad, como las tumbas de los faraones. Según explica el doctor Manuel Cuenca, experto micólogo de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología (SEIMC).

(Sin embargo) Personajes como el afamado escritor Sir Arthur Conan Doyle fue uno de los primeros en declararse creyente de la maldición y dar popularidad al mito. En los salones de té y clubes de caballeros no se hablaba de otra cosa. Algunos decía que las luces de El Cairo se apagaron misteriosamente minutos después de la muerte de Lord Carnarvon, como una muestra de la ira divina. Otros comentaban que, en ese mismo instante, la perra del aristócrata cayó fulminada sin motivo aparente en el castillo inglés de Highclere. Meses después, las muertes de varios ayudantes de Carter siguieron alimentando el miedo entre las mentes más impresionables.

"También murieron varios obreros mientras se estaba excavando", recuerda Esther Pons. Los apuntes de Carter sobre el descubrimiento describían la presencia de materiales orgánicos y moho en las paredes. Según explica la arqueóloga, "un habitáculo de este tipo nunca está totalmente cerrado. De hecho, muchas veces entran murciélagos y hacen sus necesidades allí. El polvo que se origina sobre ellas sí que puede dañar los pulmones; esto podría ser lo que acabó con los trabajadores y no una maldición".

Además de estos microscópicos asesinos a sueldo del faraón, los historiadores también hablan de una misteriosa tablilla a las puertas de la tumba en la que Tutankamón avisaba a los profanadores de las consecuencias de su sacrilegio. "Hay una tablilla de arcilla de la que todo el mundo habla y que aparece mencionada por varios autores", reconoce el presidente de los egiptólogos españoles. Sin embargo, dice que nadie la ha visto, nunca estuvo catalogada y que no existe ningún documento gráfico que dé fe de su existencia. "La muerte golpeará con sus alas a aquel que perturbe el descanso del faraón", rezaba la supuesta tablilla.

[...]

Mito o realidad, lo cierto es que la maldición de Tutankamón parece ser el resultado de varias coincidencias, algunas medias verdades y muchas grandes mentiras. El eco de la leyenda llega intacto a nuestros días

[...]

Ni victorias, ni pirámides colosales o decisiones revolucionarias lograron para sus artífices lo que un mosquito, el azar y una guerra de titulares consiguieron para Tutankamón: la vida eterna.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Oiseau

Oiseau

Creo que algún extraño amor por los animales se ha despertado en mi interior estos días porque de repente, después de hablar a mis lectores de aquella perdiz sin nombre que tuve (y de mi pequeña escaramuza insectil), se ha avivado en mi recuerdo el paso de tantas mascotas que acompañaron mis días infantiles y que tan felices fueron a mi lado... a pesar de los cuidados que les administré.

Recuerdo que durante años tuve un canario cantarín, de nombre Oiseau, que hacía las delicias de mi padre durante las calurosas horas de siesta... ¡Qué entrañable canto!  Supongo que por ello mi madre tenía órdenes de sacarlo al patio, cuya luminosidad veraniega lo incitaba a elevar más y más aquellos gorgoritos  memorables,  a pesar de que con ello lo alejaba del dormitorio conyugal. Y es que, mi padre debía de tenerlo claro: aun a riesgo de perder intensidad; con la lejanía, ganaba en cantidad. De ahí, sin duda, las órdenes. Lo que nunca acabé de entender fue la turbación y el sobresalto con que mi madre corría hacia la jaula de Oiseau cuando éste comenzaba su canto y lo trasladaba al patio, mientras murmuraba: Ay, tu padre, tu padre... Sí, es cierto que el sonido se atenuaba, ya lo hemos dicho, pero, se ganaba en cantidad. ¿No era ese el objetivo? Y es que, con aquella luz magnífica, aquel frescor de la parra y el olor a naturaleza, Oiseau lograba entonar sus más inspiradas melodías sin que advertencia alguna lograra acallarlas.

Y digo acallarlas porque Oiseau no sólo era un entretenimiento auditivo, sino un algo más que ha quedado grabado en mi memoria desde aquellos tiempos de antaño. Me explico: verdaderamente nadie dudaba de la inteligencia con que se adornaba mi pequeño canario, aunque aún me sorprende la candidez de mis hermanos  en cuanto a la gran esperanza que tenían puesta en ella porque, verán, la consideración en que le tenían era tan alta, que no cejaban, día tras día, siesta tras siesta, en intentar amaestrarlo, como si se tratara de un perrito, y enseñarle a obedecer las órdenes. ¡Chist, Oiseau, calla!, decían arriesgando a perderse el momento crítico en que Michael Knight (¡qué majo era!) estaba a punto de vencer al malo. ¡Qué  magníficos tiempos aquellos  en que una esperaba cada día la hora de la siesta para poder ver el Coche Fantástico mientras Oiseau entonaba gorgoritos en el patio, meciendo el sueño de mi padre y brindándoles a mis hermanos la oportunidad de amaestrarlo!

Sin embargo..., ¡pobre Oiseau!, lo cierto es que estaba muy solo. Por aquel entonces, querido lector, era obvio que mi corta edad no atisbaba a imaginar el hecho de que lo ideal para él hubiera sido encontrarle una Oiseauina. ¿Cómo imaginarlo? Era tan niña... De modo que lo único que se me ocurrió para aliviar su soledad fue encontrarle un amigo. Pero la aventura se mostraba laboriosa porque... ¿dónde encontrar un pajarito que quisiera ser su amigo? Con frecuencia observaba los gorriones que se posaban en los árboles, pero se mostraban siempre esquivos y, a pesar de mis esfuerzos por alcanzarlos, siempre echaban a volar cuando me acercaba a ellos (descastados...). Sin embargo, la insistencia siempre obtiene recompensa y la oportunidad  de regalarle un amigo a Oiseau se presentó una fría tarde invernal cuando, de vuelta a casa tras jugar con las amigas, encontré un pobre pajarito echado sobre el suelo, junto al campanario de la iglesia. Me acerqué a él cautelosa, con miedo de que, émulo de los gorriones, quisiera escapar de mí. Sin embargo, debía encontrarse malito porque, cuando lo tomé entre las manos, su cuello se dejó caer lánguido. Estaba bastante frío, pero no lo suficiente como para que no pudiera notar su corazón latiéndole en el pecho. Lo llevé a casa y, como primer cuidado, lo metí bajo la mesa camilla, cerca de la estufa, para que se calentara. Cuando me pareció que ya el frío helador del invierno lo había abandonado, lo tomé de nuevo y lo metí en la jaula de Oiseau... ¡Jamás imaginé que Oiseau se lo tomara tan mal! En lugar de entonar su mágico canto, graznó como una urraca, abrió su pico amenazador, batió las alas como un pájaro poseído por espíritus demoníacos y huyó despavorido hacia la parte alta de la jaula mientras el pobre pajarito, aún enfermo, permanecía echado sobre el suelo de ésta. Mi madre, que salía de la cocina a fin de poner la mesa para la cena, escuchó mi llanto por la ingratitud de Oiseau y se acercó a ver lo que ocurría. ¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Oh, Dios mío! -repitió-. ¡Saca ese cuervo de ahí! Y, en fin, aquella fue la única vez que Oiseau me defraudó porque, a pesar de mi gran amor por él, no he podido olvidar su injustificable actitud, ni tampoco la enorme bronca que me cayó por su culpa. ¿Y qué que fuera un cuervo? ¡Nunca imaginé que Oiseau tuviera esos ramalazos clasistas, la verdad!

Finalmente, abandonamos aquel pueblo y nos trasladamos a Madrid. Oiseau, por supuesto, vino con nosotros. Supongo que para él resultó un cambio traumático. De disfrutar de todo un patio emparrado para él solo pasó a tener que conformarse con las estrecheces de un alféizar de ventana, lo cual debió de suponer un golpe demasiado duro para su minúsculo corazón, de modo que fueron apagándose sus gorgoritos (algo que mi padre lamentó, estoy segura) y, al cabo de pocos meses, murió. Yo hubiera querido enterrarlo y marcar su tumba con un cruz, pero el asfalto no lo ponía fácil. Me pregunté qué haría con su cadáver y, como no encontré respuesta, naturalmente fui y se lo pregunté a mi madre. Ella, con pompa y cara de circunstancia, me llevó hasta la cocina y con la mano señaló el que habría de ser su catafalco.

La verdad es que el cubo de basura no me pareció un lugar muy digno, pero, al parecer, no había otro disponible y hube de enterrarlo allí. Sin embargo, a fin de solemnizar el momento y  dotar de cierta majestuosidad a la sepultura del buen amigo que tan gratos momentos nos había proporcionado durante aquellas inolvidables siestas, apilé los sobres de Frenadol sobre la repisa del baño e introduje a mi inolvidable Oiseau en su caja. Lo deposité suavemente sobre las cáscaras de unas patatas que mi madre había pelado para la tortilla y me pregunté si mi pequeño Oiseau se sentiría orgulloso de su inhumación (a la que, por cierto, nadie más que mi madre y yo asistimos, algo que no he perdonado al resto de la familia y que aún produce ciertos roces en las cenas de Navidad).

Supongo que mi madre debió de preguntarse lo mismo porque, suavemente, se acercó a la ventana, arrancó unas hojas de geranio y las colocó sobre la caja de Frenadol.

domingo, 20 de marzo de 2011

Entomología...

Entomología...

...o ciencia asquerosa que se ocupa de los repugnantes bichos. ¡Jamás!, amigos, se me habría ocurrido dedicarme a una actividad repulsiva y nauseabunda como ésa. Y sin embargo, hubo un tiempo..., hubo un tiempo en que no anduve yo muy lejos de asemejarme a una aguerrida entomóloga que rastreaba los campos, pertrechada con un palo y un bote de Nescafé, en busca de saltamontes, cuanto más grandes mejor, con los que deleitar el paladar de mi perdiz. Porque, sí, a la tierna edad de 10 u 11 años me regalaron una perdiz, cuyo final desconozco (supongo que acabó en la cazuela, aunque mi madre siempre ha guardado un discreto silencio al respecto).  La cuestión de la perdiz la traigo a colación simplemente porque me es útil para ilustrar que hubo un tiempo en que (¡ay, inconsciencia infantil!) los remilgos urbanos aún no me habían poseído por completo, llenándome de melindres y escrúpulos.

Pues bien, desde hace unos meses he venido observando que en mi cocina aparecen unos bichitos (no, no son cucarachas) cuya procedencia se me escapa. La primera vez que me topé con uno, iba éste subiendo por el cristal de la puerta que da al patio -desde el cual pensé que había entrado-. Me quité la zapatilla y..., ¡zas!, asunto resuelto. Sin embargo, a los pocos días, ¡otro! Nuevo zapatillazo. Y a los pocos, otros dos. Y a los pocos, otros dos. Y...

Fueron pasando las semanas y, zapatillazo a zapatillazo, fue aumentando mi angustia. Bien es verdad que la capacidad armamentística de mi zapatilla es prácticamente infinita. No hay problemas en ese sentido. Podría sostener la lucha durante eones sin que mis arsenales se vieran reducidos hasta hacer peligrar el resultado final de la batalla y verme obligada, por ello, a retrasar mis líneas de ataque. No obstante, era obvio que la fuerza bruta se mostraba insuficiente. Había que idear otro método. El método definitivo... El armagedón bichil. ¡Bien! -me dije-, perteneces a una especie inteligente. Algo podrás hacer con esa cabeza, ¿no? Y entonces, me quedé de pie, en mitad de la cocina, con la vista fija en la puerta del patio, pero con la mirada perdida. Los pies, dentro de las zapatillas, bien asentados sobre el suelo. Los brazos cruzados. La cabeza ligeramente ladeada... Obviamente, amigos, pensaba...

Sobre la encimera, junto a los ajos y el bote de aceite usado, apareció un objeto inédito hasta entonces en mi cocina: una libretita y un boli sobre ella. Era mi cuaderno de campo, mi diario de guerra. En él guardaba las anotaciones realizadas sobre la rutina del enemigo. Porque, amigos, no sé si sabréis que las batallas hay que planearlas y, para ello, deben conocerse todas las costumbres del antagonista. Sus usos diarios, sus hábitos de vida, ¡sus puntos débiles...! 

Con paciencia entomológica, fui anotando mis observaciones mientras persistía, eso sí, en la práctica de la guerra tradicional: mis zapatillas se habían convertido en unos marines de primera y lanzaban oleadas de salvajes asaltos que siempre acababan en terribles escabechinas para el enemigo. Al cabo del tiempo, la paciente observación comenzó a dar resultados que, fielmente analizados e interpretados, habrían de llevarme a la victoria final. Las notas escritas sobre el papel mostraban un ciclo constante: cada dos días, aparecía una nueva pareja de bichos (a veces eran cuatro), pero no más. La zona donde había de librarse la cruzada no era muy amplia: alrededor de un metro o metro y medio en torno a la puerta del patio. Así pues, el área de operaciones se reducía al felpudo, la lavadora y el fregadero. Las conclusiones eran obvias: 
-Ciclo de reproducción: dos días.
-Área afectada: puerta de acceso al patio y felpudo.
-Probable zona de origen: lavadora, fregadero, felpudo.
-Posible solución: ataque con armas químicas. 
-Secuencia de ataque: cada día.
La guerra química comenzó. Sin piedad. Sin que el más mínimo atisbo de clemencia perturbara mi ánimo. Las órdenes eran claras y terminantes: no se tolerarían supervivientes...
-Resultado: llevo ¡una semana sin ver un solo bicho!
-Aspectos positivos de la experiencia: 

  • ¡Es verdad! ¡La inteligencia funciona!
  • Se me ha ocurrido una idea magnífica, grande, ideal... para una nueva historia.

viernes, 18 de marzo de 2011

Deseos

Deseos

Hace algún tiempo que dos amigas y yo (aunque del trío ya se ha borrado una de ellas) teníamos una... ¿porra? (no estoy muy segura de que se diga así) y comprábamos cupones de vez en cuando a compartir en gastos y en ganancias, si las hubiere (que nunca las hubo). 

Esta tarde, cargando conmigo misma por un supermercado (casi como el perro abandonado que se mueve por inercia) en lugar de estar en casa proporcionándome los cuidados que tan necesarios me son, hemos comprado un cupón para hoy y otro para el sorteo super-especialísimo-de-la-muerte que se celebrará mañana (que debería ser el día de San José pero que poco a poco se va convirtiendo en el día del padre... exclusivamente). Mi amiga y yo, cansadas después de una larga semana de duro laborar, hemos mirado el cupón ese de los 15 milloncejos de euros y hemos suspirado hondamente. De repente, me lo ha tendido y me ha dicho: "Sopla", y yo, que soy de natural obediente, he soplado, pero lo he mirado con desgana y he sentenciado: "Puestos a elegir, prefiero tener salud a esos 15 millones". 

Ya sé que nadie me da a elegir, pero aun así (¿se me oye, se me oye?) yo sigo escogiendo tener salud, la cual, últimamente, anda un poco achacosa y frágil.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Latines de la Editorial Ledoria

Latines de la Editorial Ledoria

Tal y como dejé escrito el otro día en la reseña sobre El círculo alquímico, la Editorial Ledoria incluye en todas sus publicaciones un par de frases latinas  que suscitaron de inmediato dos preguntas en mi cerebro. La primera, naturalmente, referida al significado de las expresiones latinas, cuya traducción al español, sin embargo, no pude hallar, por más que se lo pregunté a Google. La segunda se inclinaba sobre el porqué ambas frases aparecen impresas en todas las publicaciones de esta editorial, interrogante que también quedó abierto.

Paco fue tan amable de facilitarme la dirección de correo electrónico de su editor, Jesús Muñoz, para que me informara al respecto. Así pues, le escribí un correo y le pregunté sobre esos dos aspectos mencionados en el párrafo anterior. La respuesta no se hizo esperar y Jesús, con grandes dosis de cortesía y amabilidad, contestó aclarándome mis dudas, que hoy puedo traer hasta aquí y compartir con los lectores de Finis Terrae

Según me contó, ambas frases son unas divisas que  desea rijan el espíritu y los valores de la editorial. 

La primera de ellas, O, flexamina atque omnium regina rerum, oratio, es de un escritor latino, llamado Pacuvio, y puede traducirse como: ¡Oh, palabra, tú que riges y estás por encima de todas las cosas! La segunda, Dulcedo quedam mentis advenit, significa algo así como Me invade una cierta dulcedumbre intelectual, y la pronunció un humanista español del siglo XVI, llamado Arce de Otálora.

Así pues, asunto aclarado y, con ello, nos hemos hecho un poco más sabios. Ahora conocemos la traducción de las oraciones latinas y, al menos en mi caso, dos nuevos personajes de los que, para mi deshonra, no había oído hablar hasta ahora. Muchas gracias por ello a Jesús Muñoz.

domingo, 13 de marzo de 2011

El círculo alquímico

El círculo alquímico   Paco Gómez Escribano

Tal y como dije en la entrada en la que hablé sobre su presentación en Toledo, aquí está la reseña de la novela de Paco Gómez Escribano. En la contraportada del libro tenemos un breve resumen del argumento, mucho mejor del que yo pudiera escribir, de modo que me permito copiarlo: 

La aparición de un fresco del siglo XVI en las obras de restauración de la capilla de San Idelfonso de la catedral de Toledo, hace que el Arzobispado se ponga en contacto con la UNED para pedir asesoría. La universidad envía a Carlos, un profesor que empieza a trabajar en la capilla junto al canónigo obrero encargado de la restauración. La pintura aglutina a su alrededor a personajes diversos. John Turner, un detective que sirve los intereses de un mafioso de Nueva York, consigue integrarse en el equipo, pero el destino propicia que se enamore de Reham, amiga de la hermana del profesor, pasando a desempeñar un rol distinto. Carlos consigue restaurar el fresco, que fascina a todo el grupo por su belleza y por su simbología alquímica. Y a partir de ahí comienza un viaje iniciático que afecta a cada uno de una forma distinta. El fresco les lleva a Jerusalén, a El Cairo y, de nuevo, a Toledo, para cerrar el círculo. Después de esta experiencia sus vidas no volverán a ser las mismas.

Efectivamente, el elenco de personajes es abundante y variado. Cada uno de ellos está retratado con unas carácterísticas que Paco logra definir bien, de manera que, a medida que avanza en la lectura y los va conociendo, el lector se encuentra inmerso en un grupo de personalidades heterogéneas, que dan vida a la novela y la vuelven verosímil. 

La acción es rápida, salvo en aquellos momentos en los que se tratan temas de arte o alquimia, necesarios, por  otra parte, para el lógico desarrollo y comprensión de la historia, e interesantes, en cualquier caso, de manera que no vuelven la lectura tediosa. Todo lo contrario, a veces dan ganas de detenerla e irse a investigar sobre determinados asuntos que Paco cuenta, entretejidos en la trama, y que llaman poderosamente la atención.

El final sólo se presume cuando se está muy cerca de él y, desde luego, es ciertamente sorprendente y extraordinario, al estilo Shangri-La... (y no cuento más al respecto para no destripar la novela). Sí puedo decir, sin embargo, que me dejó el mismo, absolutamente el mismo regusto que me provocó Horizontes perdidos cuando la leí, allá por los años de la adolescencia: bien, porque así es como acaba, pero... con una cierta sensación de pérdida. Sobre todo porque ya sabemos lo que ocurrirá en el futuro, desvelado en el capítulo XLVI, y cómo será el reencuentro de las dos amigas, Marta y Reham.

No quiero hacer de esta reseña un texto largo y tedioso, de modo que voy a ir acabándola diciendo lo que Caraguevo ya dijo en su blog sobre ella y que bastaría para estar contenta con su lectura: me ha gustado.

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Añadido para los curiosos:

La novela tiene un par de detalles singulares. Por ejemplo, junto a cada número de página hay impreso un pequeño círculo. O, por ejemplo, en la primera página, impresa sutilmente, el lector se topa con esta frase: O, flexamina atque omnium regina rerum, oratio. Otra más, impresa con igual sutileza, aparece en la última página: Dulcedo quedam mentis advenit. Mis investigaciones no me han llevado a lograr la traducción, pero sí a percatarme de que son dos frases que aparecen en variadas publicaciones de la editorial Ledoria. ¿Tal vez alguien sabrá más sobre ello y podrá explicárnoslo...?

viernes, 11 de marzo de 2011

11-7-200-2-1-12-1000-10

11-7-200-2-1-5-12-1000-10

Día curioso, el de hoy, en cuanto a numerología. Hoy, 11 de marzo, se cumplen 7 años de aquel horrible doble atentado que mató a casi 200 personas y desdobló un país en lugar de unirlo. He oído por ahí que se ha echado en falta un parón general de 5 minutos, a eso de las 12, en recuerdo de aquel luctuoso (y tenebroso, por todo lo que detrás de él se oculta) día.

Todos los días muere gente, claro, pero ha tenido que ser precisamente hoy, otro 11 de marzo, que se ha movido la Tierra y ha acabado con -de momento- se cree que en torno al millar de personas, lo cual oscurece el ánimo de cualquiera (con lo bien que pintaba este viernes frío y lluvioso, soñado estos días atrás como casero, tranquilo y de encantadora lectura al compás del repiqueteo que las gotas producen al caer).

Y, con todo, la estupefacción que esas cifras horribles (de muerte, cisma y olvido) alcanzan su cénit con la última de ellas, humilde decena, que nos habla de que el terrible rugido que hoy dio el planeta podría haber desplazado hasta 10 centímetros el eje de la Tierra.

Yo, que soy más bien escéptica para estas cosas de la numerología y la cábala, empiezo a temer que el camino está volviéndose terriblemente pedregoso y que en su final sólo aguarda el abismo.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Las aventuras de Tom Sawyer

Las aventuras de Tom Sawyer   (Mark Twain)

A estas alturas de la película, probablemente no voy a descubrirle a nadie quién es Tom Sawyer. Casi seguro que gran parte de aquellos que rondáis mi edad (y no, no preguntéis sobre ella porque nadie logrará nunca hacérmela confesar) lo habréis leído, aunque probablemente... en vuestra infancia. Ése es mi caso, al menos. Hace eones que leí este libro... y, sin embargo, era un título que no se encontraba en mi biblioteca. Cuando lo leí, vivía en casa de mis padres (naturalmente, como que fue en mi infancia), de modo que el ejemplar de Las aventuras de Tom Sawyer que por primera vez cayó en mis manos pertenecía a la biblioteca materna (y digo materna porque, aunque era de los dos, de mi padre y de mi madre, obviamente, era -y que continúe siéndolo por muchos años- mi madre quien con más pasión, fruición y constancia la alimentaba, como buena ratona de bibliotecas que es).

Así pues, era un título que siempre estaba archivado en la cabeza  dentro de la lista de pendientes, de manera que, un día u otro, había de hacerme con él. Pues bien, hace unos meses que vino el Destino a ponérmelo delante de las narices y, claro, ¿cómo resistirse? Lo curioso del asunto no es que lo haya comprado (¡pues vaya una tontería!), sino dónde lo compré. Y es que, cuando una va a hacer la compra, anota en su lista productos de lo más variado: cebollas, naranjas, pescado, leche..., pero no lleva apuntado un Tom Sawyer y, sin embargo, fue una mañana, en un supermercado..., donde me topé con él.

Es cosa curiosa que por tal razón traigo hasta aquí. Entre las lentejas y los botes de ajo cocido, encontré una estantería de cartón (¡Eh! -sí, eso fue lo que exclamé-) donde estaban bien colocados una decena de títulos, entre los que se encontraba éste. Y, uniendo el hecho de que era uno de los pendientes con el hecho de que la edición me encantó (obsérvese la portada ahí arriba o una de las muchas -en este caso la del primer capítulo- ilustraciones con que está adornado), no lo pensé y lo metí en el carrito, junto con el pollo, los kiwis y el pan Bimbo.

He vuelto por el supermercado a menudo (pues de no haberlo hecho, probablemente a estas horas estaría consumida por la inanición) y he podido comprobar que, con el correr del tiempo, la estantería de cartón ha desaparecido del lugar que ocupaba, cercano a las cajas, de manera que los libros se han visto obligados a invadir unos enormes cajones situados en el pasillo central del supermercado, revueltos, en un irritante (supongo que así lo sentirán ellos, al menos) y humillante batiburrillo de desorden y confusión, junto a los calcetines, las pilas, las tijeras de podar, las camisetas interiores de caballero y las pantuflas de señora, difícilmente aceptable para un espíritu delicado, en lo que a estos asuntos se refiere, como el mío. He cambiado de supermercado, como es natural.

Tales sucesos me acontecen por no ser más selectiva en cuanto a los lugares de abastecimiento que frecuento. Seguro que en BiblioCafé los dulces libros no sufren atentados como éste. ;-)

domingo, 6 de marzo de 2011

Papeles, papelitos, papelotes

Papeles, papelitos, papelotes

Ayer estuve en la casa de los padres de una amiga. Van a mudarse a un piso más pequeño y había mucho que empaquetar y mucho que tirar. Yo me centré en la mesa de estudio y estanterías de la antigua habitación de mi amiga. Fui haciendo montoncitos según me parecía: apuntes de la carrera, libros, fotografías, papeles para tirar... Luego, ella vino a dar el visto bueno. Y comenzó el diálogo:
-No, esto no es para tirar.
-Es una vieja entrada para el ballet.
-Sí, pero fui con mi abuela
(la abuela ha muerto hace muy poco).
-Ya, entiendo..., pero...
-No, la entrada no se tira. Veamos el resto... No, esto tampoco. Es un...
-Pero...
-No. Y esto..., tampoco.
-Pero...
-No. Y aquello... No, aquello tampoco.
-Escucha, ¿has olvidado las dimensiones de tu piso? ¿Dónde crees que vas a meter todas esas cosas?
-Ya, pero...
-No hay peros. Lo que hay es demasiados papeles.
Vaciló durante un instante y finalmente dijo:
-Bien, vale... Tira lo que creas conveniente. Pero tíralo tú. Yo no puedo hacerlo.

Después de una mañana de intenso trabajo, salimos todos a comer fuera y bromeamos mucho sobre el síndrome de Diógenes que parece aquejar a mi amiga, pero de vuelta a casa de sus padres,  el trabajo se hizo más lento. Quizá debido a que andaban ya las pilas un poco gastadas, o tal vez a que parte de mi energía se concentró en la mente, porque me puse a darle vueltas al asunto... 

Dentro de algunas semanas, tendré yo que hacer algo parecido con los muchos papeles, papelitos y papelotes que aún tengo en la que fue mi habitación, en casa de mis padres. Seguro que encontraré viejas entradas de cine o de lo que sea, notas que alguien me escribió alguna vez y cosas de esas que una guarda porque es un pedazo de un día lejano del propio pasado que, por la razón que fuere, tuvo un significado especial. Me llevaré a mi amiga conmigo, quizá también yo tenga que decirle: "Tíralo tú. Yo no puedo hacerlo".

Es muy triste verse en la tesitura de tener que deshacerse de trocitos de existencia que una vez significaron algo lo suficientemente importante como para guardarlos, pero la experiencia de ayer me enseñó una lección: no quiero acumular pedazos de pasado que tal vez algún día tenga que tirar a la basura. No pienso repetir en el futuro. Si alguna vez tengo que cambiarme de casa, quiero que los papeles importantes pueda llevarlos bajo el brazo. Lo demás..., los recuerdos..., que vayan conmigo cada día allá donde yo esté.

viernes, 4 de marzo de 2011

Contrastes de Madrid

Contrastes de Madrid

Una vez más, como ya sucedió en uno de los Episodios Nacionales de Galdós, El Grande Oriente, del cual tuvisteis noticia en la entrada  Calle de la Cabeza, encuentro en un libro una referencia a Madrid. En esta ocasión el autor es Larra y la obra El doncel de don Enrique el doliente, cuyo título, por cierto, viene hoy ni que pintado, pues duele pensar lo que Madrid fue y lo que es ahora (a pesar de su preciosa Sierra). Veamos lo que dice: 

A fines del siglo XIV estaba la hoy coronada y heroica villa de Madrid muy lejos de pretender el lugar preeminente que en la actualidad ocupa en la lista de los pueblos de la Península. Toda su importancia estaba reducida a la fama de que gozaban sus espesos montes, los más abundantes de Castilla en caza mayor y menor: el jabalí, la corza, el ciervo, hasta el oso feroz hallaban vivienda y alimento entre sus altos jarales, sus malezas enredadas y sus silvestres madroñeros, que han desaparecido después ante la destructora civilización de los siglos posteriores. El implacable leñador ha derrocado por el suelo con el hacha en la mano la erguida copa de los pinos y robles corpulentos para satisfacer a las necesidades de la población, considerablemente acrecentada, y el hombre ha venido a hollar la magnífica alfombra que la Naturaleza había tendido sobre su suelo privilegiado; ha tenido fuerzas para destruir, pero no para reedificar; la Naturaleza ha desaparecido sin que el arte se haya presentado a ocupar su lugar. Inmensos arenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecen hoy su desnuda superficie al pie del caminante; al servir los árboles de pasto al fuego insaciable del hogar, los manantiales mismos han torcido su corriente cristalina o la han hundido en las entrañas de la madre tierra, conociendo ya, si se nos permite tan atrevida metáfora, la inutilidad de su influjo vivificador. Madrid, el antiguo castillo moro, la pobre y despreciada villa, ciñó mientras fue olvidada de los hombres la suntuosa guirnalda de verdura con que la Naturaleza quiso engalanarle, y Madrid, la opulenta corte de reyes poderosos, término de la concurrencia de una nación extendida, y tumba de sus caudales inmensos y de los de un mundo nuevo, levanta su frente orgullosa, coronada de quiméricos laureles, en medio de un yermo espantoso y semejante al avaro que, henchidas de oro las faltriqueras, no ve en torno de sí doquiera que vuelve los ojos, sino miseria y esterilidad.

O sea: 

antes:




y después:



Afortunadamente, Madrid no sólo es lo que parece indicar la segunda de las fotos, ni tampoco exactamente lo que describe Larra en ese párrafo, sino que guarda inmensos tesoros que no hay que perderse, algunos de los cuales os traigo gracias al enlace  que me pasó Sue: Los secretos de Madrid. No os lo perdáis. ¡Es buenísimo!

miércoles, 2 de marzo de 2011

Diccionarios...

Diccionarios...

Maravilloso invento. Herramienta impagable. ¿Qué haríamos sin ellos, eh? ¡Nada! Nuestra existencia correría por las lóbregas sendas de la ignorancia. Si es que son tan majos... Compilan el idioma y resuelven nuestras dudas semánticas. Sería imposible pasar sin diccionarios. Un hurra por ellos: hip, hip... Venga, hombre, no sea tímido: ¡HURRA! Y ahora repitan conmigo: ¡Viva María Moliner!

...

Vamos, vamos, no se hagan los remolones... Repitan: ¡Viva!

Oh, los diccionarios..., cuánta oscuridad disipan, cuántos misterios desentrañan, cuánto saber albergan y regalan. ¿A que sí?  

Porque..., veamos: suponga el lector que de repente se cruza, así, sin comerlo ni beberlo, con una lindeza del idioma cuyo significado desconoce, ¿qué hace el inteligente -en Finis Terrae todos lo son- lector? ¡Qué pregunta tan absurda! Acudir al diccionario, naturalmente. Pues anda que no preguntas chorradas, S. Cid. 

Muy bien, muy bien. He ahí la respuesta: acudir al diccionario y resolver su duda. Por ejemplo, ¿se ha pregutado alguna vez qué demonios es un quirquincho? ¿Que no? ¿Y a qué está esperando? Pregúnteselo, buen hombre, lector curioso, pequeña criatureja ignorante. Vamos, pregúnteselo...  ¿Ya? ¿Se lo ha preguntado ya? Bien, muy bien. Ahora busque la respuesta a su interrogante. Yo le facilito la tarea: pinche sobre el enlace y deje que el diccionario le empape con su erudicción y, por supuesto, con su claridad meridiana: quirquincho. ¿No se quejará, eh...? Transparente y nítido como el agua cristalina de los lagos alpinos.

¡Hala, ya puede seguir viviendo tranquilo!

Belén 2013

Belén 2011