Aprovechando a los maestros II
Peroraba el otro día en 
Aprovechando a los maestros I sobre mi reducida experiencia en la redacción de relatitos detectivescos y señalaba, con toda sinceridad, que, a la hora de escribirlos, me guío por la intuición dado que mi conocimiento de la teoría sobre cómo construirlos es más bien escaso y, sobre todo, caótico. En cualquier caso, algo voy aprendiendo (creo). Sin embargo, si el lector es avispado (y sé que el de 
Finis Terrae lo es), se habrá percatado de que el título de la entrada no es 
Aprendiendo de los maestros, sino 
Aprovechando a los maestros. Y es tal porque pretendía yo ilustrar con ella cómo puede una sacarle sustancia a lo que ha leído si anda un poco lista. Prometía, para ejemplificarlo, un pedacito de diálogo del relatito que estoy escribiendo ahora, y hoy vengo a cumplir mi promesa.
Para poner al lector en antecedentes, diré que el diálogo se produce entre el detective del caso (nuestro amigo -bien conocido para todos aquellos que hayan seguido las historias del 
Atrápame- Charles Carton), el cual ha decidido visitar a cierta mujer que se encuentra herida en un hospital, y el doctor que la atiende.
En principio, este diálogo no estaba pensado y, de hecho, cuando empecé a escribirlo me parecía totalmente accesorio: el relato muy bien podía pasar sin él. No imaginaba, en aquel momento, que pudiera sacar de él nada más que unos cuantos de cientos de palabras de relleno. Sin embargo, la intuición, las Musas o lo que quiera que sea que guía mis pasos me llevó por retorcidos caminos, a ciegas en un principio, hasta que, de repente, abrí los ojos y vi que de allí se podía extraer oro.
Y es que, asociado a la palabra 
paradoja, que se mentaba en el diálogo, apareció en mi mente el título de Chesterton, 
Las paradojas de Mr. Pond, y comencé a desenredar una madeja mental (con la cual aún estoy luchando) que me llevó a concebir nuevas expectativas para este diálogo. Ahora, tal y como está pensado el relato, el diálogo entre el detective y el doctor es esencial. O al menos tendrá un relumbrón especial cuando, al final de la historia (final que todavía no he escrito), el detective reflexione... al respecto. Y, como dirían 
Posodo y Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo leer, quiero decir: escribir. Leer, el lector puede hacerlo con el diálogo que sigue:  
–[...] Si el señor Toepfer hubiera  retrasado unos segundos su salida esta mañana, él estaría vivo y ella,  no. Pero no ocurrió así, de modo que la paradoja se nos presenta  ineludible: si ella muere, él vive; si muere él, vive ella. ¿Puede  hacerse mayor homenaje a la sinrazón? 
–Llevo  todo el día dándole vueltas a ese asunto –admití al fin– y confieso que  lo único que he conseguido es un buen dolor de cabeza. En cualquier  caso, supongo que no, doctor. Los hechos son tercos y presentan un  contrasentido que no puede sino conducirnos a un ejercicio filosófico  irresoluble. Sospecho que la paradoja ante la que nos encontramos va más  allá de toda comprensión. 
–Aunque  quizá tan sólo estemos confundiéndonos entre la bruma de una lógica  difusa, incierta en cuanto a la verdad o falsedad de sus proposiciones. 
–Nunca  descarto esa posibilidad –aseveré–. La incertidumbre sobre lo que es  verdad y lo que no lo es determina una molesta constante en mi trabajo,  doctor, pero inevitable.
–Ja, ja, ja  –rio el doctor–, no podría ser de otra forma, inspector. La sospecha es  la base de la labor detectivesca. Si su trabajo se apoyara en certezas,  todo crimen estaría resuelto antes incluso de haber sido cometido. Pero  aun la sospecha debe tener unos visos de certeza. ¿No lo cree así?
–Podría creerlo, sí… –contesté cauto.
–Si  supiera de qué estoy hablando, ¿quiere decir? –terminó por mí la frase  que yo había dejado en suspenso. Sin embargo, antes de que pudiera abrir  la boca para contestar, aquel doctor parlanchín continuó su perorata:
–Pensaba en posibles paradojas –dijo–: una sospecha cierta; una certeza… sospechosa. 
–¿Plantea una paradoja o una antítesis?
–Creo  que tan sólo balbuceo incoherencias, en realidad. Sin embargo, me  preguntaba..., la resolución del caso a que nos ha abocado mistress  Faulkner ¿podemos proponerla como una aserción absoluta?
–¿Por qué no habríamos de hacerlo? –pregunté extrañado mientras detenía mis pasos y lo miraba interrogante.
–Supongo que tendrán pruebas abundantes e incontestables.
No contesté a esta aseveración que era, en realidad una pregunta disfrazada, de modo que el doctor continuó: 
–¿Ha leído a Chesterton? –preguntó repentinamente.
–¿Las paradojas de Mr. Pond? –interrogué a mi vez, adivinando ahora a qué se refería.
–Los  dilemas a los que nos somete este buen señor son, en gran parte de los  casos, de orden psicológico. Y estará conmigo en qué éste es el motor  primordial que impulsa las acciones humanas… –se interrumpió un instante  y me miró, antes de continuar–. ¿Está de acuerdo?
–Bastante.
–Opino  que es precisamente esa naturaleza psicológica que arropa las historias  de Chesterton la que vuelve sus historias verosímiles y las asemeja a  la realidad con la que usted debe bregar día a día, pues doy por hecho  que la policía no siempre encuentra huellas dactilares, pisadas en los  arriates del jardín o relojes atrasados que den una explicación  satisfactoria, aunque pobre desde el punto de vista intelectual, al  crimen que se investiga y, por ende, lo resuelvan.
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El diálogo continúa, claro, pero no voy a publicar lo que resta porque aún está en proceso (ya decía ahí arriba que todavía estoy en lucha con la madeja) y aunque tengo la idea en mi cabeza, hay flecos de ella que se me escapan y que aún debo anudar correctamente. En cualquier caso, me parecía este diálogo un ejemplo claro de cómo 
aprovechar a los maestros no sólo para recrearse en la escritura, sino para afianzar los pilares sobre los que se sostiene la historia. Claro que, puesto que no tenéis acceso a ella, comprendo que no podáis ver con claridad en qué sentido o de qué forma afianza esos pilares. Pero, creedme, lo hace.
Eso sí, lo que yo sigo preguntándome es quién guía mis pasos: ¿acaso sea la intuición, cómo se apuntaba por ahí arriba? ¿Acaso las Musas? ¿Es, tal vez, cuestión de suerte? ¿O hay algún mecanismo cerebral, desconocido para la mente consciente, que maneja a su antojo el asunto de la creatividad? Quisiera pensar que, sea lo que sea, el motor que genera las historias tiene mucho de racional (me gusta, me encanta la racionalidad), porque de ese modo puedo llegar a controlarlo, pero no estoy muy segura de que sea así. Quizá algún día... encuentre la respuesta.
Mientras tanto, os recomiendo esta anotación genial de Posodo: 
Elemental, mi querido Chesterton, extraída del libro 
Cómo escribir relatos policíacos, de Chesterton.