lunes, 27 de junio de 2011

Yo no...

Yo no…

–Toc, toc, toc…
–¡Calla y duerme! –se oye la voz agria del que me guarda al otro lado de la puerta–, si es que tienes ánimo para ello.
Procuro golpear con más suavidad las recias piedras con que construyeron la pared, de manera que pueda acabar mi obra antes de que se abra la puerta, pero, por más que lo intento, el sonido traspasa la madera y se deja oír al otro lado.
–¡Calla y duerme, te digo! –repite.
Y yo tomo del suelo la chaqueta que he tenido que quitarme por el calor que me daba a causa del esfuerzo, y envolver en ella la pata que he arrancado del lecho a fin de utilizarla como cincel. Continúo, en circunstancias tan precarias, mi trabajo con paciencia, sabiendo que ya poco puedo remediar, salvo intentar con ello suavizar el oprobio que aflige a mi honor de caballero. Yo no…, van apareciendo lentamente, grabadas en la dura piedra, las letras que cincelo sobre ella.

Es curiosa la tendencia que tiene el ser humano a tergiversar los hechos según su interés, necesidad o, ¡qué triste!, por simple morbosidad. En el caso que voy a narrarles, sé que este último es, en realidad, el motivo que explica la furibunda indignación que muchos de mis convecinos mostraron por los sucesos acaecidos en el seno de mi familia a raíz de la turbadora muerte de mi padre. Indignación que, líbreme Dios de encrespados apasionamientos y otórgueme el don de la mansa ecuanimidad, pondero en su justa medida, pues los hechos que la originaron sobrecogen el alma que anima a todo ser bien nacido y la horripilan.

No obstante, una vez admitida mi benevolente disposición a transigir con ella, me veo obligado a evidenciar, asimismo, la indiscutible realidad de que su patente irritación me ha molestado hasta hacerme rozar la ira y ha sido causa de un sufrimiento que aún no he sabido cómo soslayar. Sin embargo, no puedo dejar de comprenderlos: están enfermos y por ello los disculpo. Sufren de una extraña dolencia o perturbación del espíritu que les mueve a sentirse atraídos por el dolor ajeno y a mostrar esa repugnante inclinación que tiende a meter el dedo en la llaga y hurgar hasta arrancar trozos de carne que después se llevan prendidos en las uñas. Su cólera me ha perseguido duramente y ha provocado en mi existencia una especie de grieta que, al fin, no me ha hecho más que bien, pues ha separado mi carne del espíritu y ahora puedo, sin temor a equivocarme, aseverar que no andaba errado cuando acepté la vida como vino y la tomé tal y como quiso servirse en mi plato. 

Mi padre murió en atroces circunstancias una noche de invierno en que tan sólo el ama de llaves y yo mismo, además de él, nos encontrábamos en casa. Su cadáver apareció desnudo sobre la alfombra de la biblioteca y mutilado de forma extraña: la nariz y las orejas habían sido brutalmente arrancadas y los ojos extraídos de las cuencas y arrojados, junto con los otros apéndices, a unos metros de su cuerpo. Las yemas de los dedos habían sido machacadas con algún tipo de objeto contundente y sus partes pudendas aparecían cubiertas con un negro paño, bajo el cual una soga ahorcaba los genitales, clavándose sádicamente en la piel. La declaración del forense que le había estudiado aterraba: se trataba de un claro caso de tortura, pues todas las mutilaciones habían sido realizadas ante mortem, lo cual exaltó aun más los ánimos de la muchedumbre que, sabedora de que mi padre había soportado todo aquel sufrimiento cuando todavía estaba vivo, se aventuró a expresar, sin pudor alguno, jugosos comentarios bien en la dirección piadosa; bien en aquella otra por la que transcurren las disposiciones que prescribe la ley del talión.

No me revolví contra estos últimos, sin embargo. ¿Cómo podría haberlo hecho? Por el contrario, tras el descubrimiento de su cadáver, hube de sufrir, no sólo en su entierro y funeral, sino en mi propia casa, cuando las miradas curiosas asomaban por la puerta en pos de esa última noticia que agravara los hechos con alguna nueva pizca de degeneración, las gruesas palabras con que los vecinos se daban en adornar los comentarios que vertían contra el autor de mis días. Palabras a las cuales no pude más que ofrecer un amargo trágala, pues se hallaban cargadas de razón. Mi padre fue un sinvergüenza que mató a mi madre de pura tristeza, después de haberle sido infiel hasta la ofensa, al permitirse la desfachatez de llevar a sus amantes hasta el mismísimo tálamo del dormitorio conyugal del cual, aquella que me había dado la vida, había sido  expulsada sin ningún tipo de miramientos. La servidumbre al completo, a excepción de mi aya, que por amor a mi madre y a mí mismo permaneció junto a nosotros, encargándose desde entonces del cuidado de la casa y tomando para sí las tareas de ama de llaves, había huido  horrorizada por los desmanes de mi padre y las tropelías que tanto sufrimiento causaron tanto a mi madre como a mí mismo desde el mismo instante en que tuve el uso de razón suficiente para comprenderlas.

No es, pues, causa de indignidad para la naturaleza humana ni deshonra la memoria que un hijo ha de guardar a su padre, reconocer la mucha razón que asistía los comentarios de mis vecinos y disculparlos, a pesar de que fueran sus argumentaciones tan pueriles e ingenuas como para mover a la risa y tan sumamente endebles como para ser barridas con un simple soplo de talento y habilidad.

La tesis a la que con más recurrencia acudieron fue Dios. Lo utilizaron como explicación al fin horrible con que mi padre había terminado sus días en esta vida. Oí hablar de la justicia divina, y de lo muy cabal que había sido, al fin, aquella terrible muerte, una suerte de expiación de sus pecados, según razonaron, que el pérfido autor de mis días se había ganado a pulso tras tantos y tantos desmanes cometidos, y tan largos años de abuso y despiadado atropello a su familia. ¡Pobres ingenuos!, como si Dios fuera capaz de tan cruel animosidad contra una de sus criaturas, por muy negros que fueran sus pecados, sin contar con que sólo un alma perdida, como la de mi padre, podía procurar, en un último atisbo de humanidad y arrepentimiento, una muerte tan horrible a un ser humano.
–Pidió que se la cortaran.
–¿Cómo? –el fiscal no dudo en interrumpir a mi pobre aya que, temblando sobre el estrado, prestaba declaración en el juicio.
–Digo que pidió que se la cortaran.
–¿Eso fue lo que escuchó?
–Sí, señor
–Diga exactamente las palabras que escuchó.
Y mi aya, fija la mirada en el suelo y derramando abundantes lágrimas, explicó el brutal suplicio del que había sido testigo al otro lado de la puerta:
–La nariz –gritó-, córtala de un tajo con la navaja. Y las orejas. Haz lo mismo con ellas. Ahora, arranca los ojos de cuajo y arrójalo todo lejos de mí, que no pueda ya oler, oír ni ver aquello que ha de conducirme al infierno.
Un murmullo de asombro recorrió la sala e incluso el juez no pudo ocultar la desazón que le embargaba el escuchar la declaración de mi aya.
–Prosiga –le pidió el fiscal tras ofrecerle un vaso de agua.
–Machaca ahora mis dedos –dijo el señor–, de forma que nunca más pueda sentir el sedoso tacto con que la piel de las mujeres me ha conducido a la perdición, y ata fuertemente mis genitales con cuerda, ahógalos en un abrazo mortal.
La pobre anciana se detuvo un instante, tomó aire y posó sobre el fiscal una mirada desfallecida, como exhortándolo a que le diera permiso para abandonar aquellos recuerdos que dañaban su memoria. Pero no hubo piedad:
–Debo pedirle que continúe. Si se encuentra mal, tal vez podamos tomarnos unos minutos de descanso, pero debe llegar hasta el final.
Ella…, pobre aya mía, desgraciada mujer que hubo de sufrir este tormento, suspiró y continuó:
–Y ahora… –dijo mi malhadado señor–, y ahora pon fin a mis días y mándame al infierno.

Y luego, como si toda aquella sangre y dolor, frutos del tormento que hube de pasar, no hubieran sido suficientes, vinieron a por mí sin que piedad alguna por su parte me asistiera, de modo que la vida continuó su terrible obra destructora en mi persona. He tenido que padecer el juicio público, donde he sentido, como afiladas saetas clavadas en mi alma, su desprecio, su odio y toda la inquina que han sido capaces de verter sobre mí, un monstruo, dicen, que lleva en los genes el impío sadismo que le donó el deforme espíritu que le dio la vida. De nada han servido mis explicaciones ni las súplicas de mi aya, que bajó del estrado sollozando una triste letanía: No, no…, no quería. Le obligaron. Él no, señor juez, él no…, él no quería…

Ni ellos han querido escucharnos y por ello grabo en estas piedras de la celda que me cobija, aposento último que ha de guardarme hasta el amanecer en que me espera la horca, la verdad que todo lo explica: Yo no…  asesiné a mi padre. Él me pidió que lo matara.

4 comentarios:

Alawen dijo...

Me ha gustado mucho, (aunque de escritora a escritora ;), me imagino que te importa un pito si gusta o no, una no escribe para que le guste a los demás)...
Mala suerte la de este muchacho, no tener a Perry Mason en la defensa...
Abrazos...

S. Cid dijo...

Alawen: Me alegro de que te haya gustado y, sí, en cierto modo tienes razón: cuando escribo, lo que busco sobre todo es que me guste a mí (si no, vaya gaita, en vez de un placer escribir se convertiría en una actividad bastante tediosa), pero si además le gusta a los lectores, pues mejor aún :-)

Un abrazo.

posodo dijo...

Como conclusión del relato: si es que no se puede hacer favores...

Claro, que si la defensa argumentara que simplemente se trató de la aplicación piloto de la nueva ley Pajín de eutanasia...
lo mismo hasta conseguía una subvención por I+D+i.

Un saludo surrealista (pero bastante realista, ¿o no?)

S. Cid dijo...

Posodo: No les des ideas, Posodo, que igual te toman la palabra y consiguen la subvención.

Belén 2013

Belén 2011