viernes, 15 de mayo de 2009

El jugador



El Jugador (Fiódor Dostoievski)
Esta novela fue escrita en unas circunstancias que merecen ser contadas, por ello no comienzo hoy con mi comentario, que vendrá después, sino con el relato de los acontecimientos, los cuales bien podrían conformar una auténtica novela por sí mismos, que rodearon la creación de El jugador.

En el otoño de 1866, Dostoievski se hallaba envuelto en una densa nebulosa cuya salida se perfilaba difícil de encontrar: endeudado a causa del juego y presionado por su editor, Stellovski, con el que había firmado un contrato por el cual se comprometía a escribir una novela de la que, sin embargo, aún no había garabateado la primera letra pero que sí le había proporcionado ya un adelanto monetario, Dostoievski se balanceaba peligrosamente sobre el filo de una navaja que podía, si caía del lado equivocado, llevarle a la cárcel. Algunos amigos, deseando ayudarle, proyectaron incluso escribir un texto que poder presentar al editor y con el que salvarle la cabeza. El desenlace, sin embargo, transitaría por otros cauces: se contrató a una secretaria que copiara prestamente aquello que Dostoievski fuera dictando. Una secretaria, Anna Grigórievna, por cierto, que acabaría convirtiéndose en su mujer.

En pocos días, El jugador estuvo rematada y Dostoievski listo para dejarla en manos de su editor que, sin embargo, astuto como era, pretendía hacerse con los derechos de autor, por lo que se ausentó de la oficina cuando Dostoievski se presentó en ella. A punto de que el plazo de entrega diera su última campanada, el autor acudió a una comisaría donde depositó su manuscrito.



Abandonar el destino de uno mismo al azaroso trotar de una bolita por la ruleta es el tema del que se ocupa esta novela, cuyo final es, precisamente, el siempre inacabado final de un jugador, esto es: el recurrente y tedioso “Una vez más… Sólo una más…” que vive en la mente del que ha perdido el norte en la sala de juegos. Es el caso de Alexéi Ivánovich, tutor de los hijos del general Zagorianski, que acaba por jugarse el futuro a un golpe de suerte y tirar su vida entera a la ruleta para que, como la bolita, trote sobre ella a golpes de azar. Quizá lo más triste de su caso no es que decida poner su vida en manos del juego, sino la indiferencia con que lo hace. Para el lector es desesperante ver la apatía que muestra Ivánovich al gastar el dinero ganado. No hay sensación de futuro en su mente: ya ha ganado, donde se vaya el dinero… le da igual, y ahí está la señorita Blanche para pulírselo. ¿Es insensible, pues, Alexéi Ivánovich? En realidad, no. Es consciente, y se lo hace saber al lector, de que si pudiera dominarse durante una hora, podría cambiar su futuro…, pero no lo hace.

¿Es un problema de juventud? ¿De inexperiencia, tal vez? El jugador no lo cree así: la senectud no puede sentirse a salvo del peligro que supone la ruleta. La abuela, que llega de forma inesperada y muestra al principio la sensatez que no parece poseer nadie más, acaba a su vez por ser atrapada en esa viscosa tela de araña. La vejez, sin embargo, posee ya esa sabiduría de la que carece la juventud y, a diferencia de Ivánovich, la abuela habla sabiamente: “Buenas noches, Alexéi Ivánovich. Disculpe que le haya molestado de nuevo, usted sabrá perdonar a una anciana. He dejado allí, amigo, todo lo que poseía, casi cien mil rublos. Tenías toda la razón cuando ayer te negaste a acompañarme. Estoy sin blanca, no tengo ni un céntimo. No quiero demorar mi marcha, y saldré a las nueve y media. […] Ahora, vete tú, Alexéi Ivánovich. Me queda un poco más de una hora; quiero acostarme, me duelen todos los huesos. Sé indulgente conmigo, soy una vieja tonta. Ahora ya no acusaré de frivolidad a los jóvenes, ni a ese pobre desgraciado, al general, tampoco; sería injusto. De todos modos, no pienso darle dinero porque, a mi juicio, es tonto perdido, aunque yo, vieja estúpida, no sea más inteligente que él. Está visto que el Señor también sabe encontrar en los viejos el orgullo y castigarlo.”

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