La muerte viene a cenar
–Tal vez, si se lo propongo, aceptará otra cita conmigo que no se deba a esta invitación obligada por su inestimable ayuda, miss West.
Sonreí. El inspector Carter estaba cumpliendo su promesa y ello explicaba que por primera vez hubiera pisado las elegantes alfombras del Hotel Cartlon, en cuyo selecto restaurante estaba cenando con aquel sabueso tan guapo.
–Tal vez –sonreí de nuevo–, tal vez… –contesté mientras volvía a mi memoria la llamada con la que principió todo.
La noche que telefoneé a casa de Thomas Allerton para asegurarme de que había recibido los documentos que le habíamos enviado, no podía imaginar que mi llamada ocasionaría el descubrimiento de un crimen. Mientras aguardaba a que el mayordomo lo confirmara, escuché los gritos de pánico que llegaron a través del aparato, justo antes de que la voz del criado me apremiara a dejar la línea libre, pues había de comunicar urgentemente con la policía. Después de aquello, no supe nada más hasta que el inspector Carter se presentó en mi oficina a la mañana siguiente: Thomas Allerton, el célebre escritor de novela negra, había sido asesinado la noche anterior en su residencia.
El crimen me incumbía como directora de la Agencia de Mecanógrafas Templeton, ya que Allerton había sido envenenado a través de la piel por un potente veneno esparcido en las hojas del documento que le habíamos enviado. Así pues, importaba despejar toda duda sobre nuestra implicación en el crimen. Sin embargo, el principal interés de la policía se centró en la declaración de George Curtis, nuestro botones y portador del paquete, puesto que, de acuerdo con la secuencia de los hechos que los agentes habían logrado establecer, los acontecimientos ocurridos desde el momento de la entrega nos eximían de toda culpabilidad.
Según la narración de George, a las siete llamó a la puerta de Allerton, quien debía de estar aguardándolo, pues salió de inmediato a abrirle sin esperar a que lo hiciera el mayordomo. Al parecer de George, Thomas Allerton se mostró sumamente complacido con el paquete, ya que no sólo le tranquilizó por el desgraciado incidente del que Curtis fue responsable al tirar las lentes, rompiéndolas sin remedio, que Allerton tenía en las manos cuando le hizo entrega del paquete, sino que le gratificó con una propina de considerable cuantía.
Una vez que entregados los documentos en mano, el escritor se encerró en la biblioteca con ellos. A las ocho, el mayordomo llamó para la cena y Allerton se reunió con su esposa en el hall. Ambos se dirigieron al aseo situado bajo la escalera donde el escritor se lavó las manos antes de cenar mientras su esposa permanecía en la puerta, hablándole sobre un lienzo del célebre pintor Stanley Paddock que había visto en la galería Shackerfield y deseaba adquirir para el salón. Todo ello fue corroborado por el mayordomo y la doncella, únicos sirvientes presentes en la casa aquella noche, que pudieron escucharlo y observarlo desde el comedor, donde aguardaban a los señores.
Una vez servida la cena, los cuatro permanecieron en el comedor hasta que, finalizada ésta, Allerton volvió a la biblioteca para continuar con su trabajo. Fue entonces cuando entró en contacto con el veneno, que lo mató de inmediato, al tiempo que se producía mi llamada , ocasionando con ella que el mayordomo descubriera el cadáver de Allerton, cuyo rostro, según la declaración del sirviente, mostraba señales evidentes de sufrimiento: el gesto crispado, los labios contraídos por el dolor, y los globos oculares queriendo atravesar las gafas mostraban bien a las claras los terribles estragos del veneno.
El hecho de que Allerton tuviera las gafas puestas no sorprendió tanto a la policía, pues el difunto contaba con otro par que sustituyó a las que Curtis había roto, como la presencia de unas bolitas de cera halladas junto a las hojas envenenadas y los restos carbonizados de lo que sin duda había sido un pliego de papel, de los cuales sólo se pudo descifrar el membrete del despacho de abogados que trabajaba para Allerton. Estas insólitas piezas del puzzle enredaban aun más un caso que parecía irresoluble, ya que el fulminante efecto del veneno hacía imposible que éste se hubiera esparcido por el documento antes de la cena, y las comprobaciones realizadas por la policía demostraron que, a lo largo de ésta y aun después, nadie que no fuera Thomas Allerton había tenido acceso al documento. Sin embargo…, yo lo vi todo con claridad. Sin dudarlo, llamé a Carter y concerté una entrevista con él.
–Inspector, ¿sabe usted dónde estaban las gafas de repuesto que Allerton llevaba puestas?
–En la mesita de noche de su dormitorio. ¿Por qué?
–Me pregunto cómo llegaron hasta la biblioteca…
–Las fue a buscar él mismo cuando se rompieron las otras.
–¿Y dejó el documento sin custodia?
–Sí, pero eso ocurrió antes de la cena y el veneno, por su efecto fulminante, sólo pudo ser esparcido sobre las hojas después.
–O no… –sugerí.
–Pero entonces Allerton habría muerto antes de cenar –arguyó Carter.
–¿Saben ya de dónde procedían las bolitas de cera?
–Sin duda de una vela con la que quemó el pliego de papel cuyas cenizas encontramos.
–Inspector…, ¿ha pensado que tal vez la grasa de la cera con la que Allerton moldeó las bolitas protegió sus dedos del veneno y que sólo después de que se lavara las manos pudo éste llegar hasta sus yemas?
Lo demás fue fácil para Carter, experimentado sabueso. Mistress Allerton confesó: lo había asesinado porque su marido quería divorciarse de ella y, según las cláusulas del acuerdo matrimonial que firmaron antes de casarse, de producirse el divorcio ella no obtendría ni un penique.
Carter llamó mi atención, huida del restaurante desde hacía tiempo:
–¿No quiere postre?
–Inspector… –dije por toda respuesta–, ¿saben ya qué decía el documento que quemó Allerton antes de morir?
–Sin duda se sorprenderá, miss West: Allerton destruyó la solicitud de divorcio que sus abogados le habían enviado. Al parecer…, había decidido no divorciarse.
–Tal vez, si se lo propongo, aceptará otra cita conmigo que no se deba a esta invitación obligada por su inestimable ayuda, miss West.
Sonreí. El inspector Carter estaba cumpliendo su promesa y ello explicaba que por primera vez hubiera pisado las elegantes alfombras del Hotel Cartlon, en cuyo selecto restaurante estaba cenando con aquel sabueso tan guapo.
–Tal vez –sonreí de nuevo–, tal vez… –contesté mientras volvía a mi memoria la llamada con la que principió todo.
La noche que telefoneé a casa de Thomas Allerton para asegurarme de que había recibido los documentos que le habíamos enviado, no podía imaginar que mi llamada ocasionaría el descubrimiento de un crimen. Mientras aguardaba a que el mayordomo lo confirmara, escuché los gritos de pánico que llegaron a través del aparato, justo antes de que la voz del criado me apremiara a dejar la línea libre, pues había de comunicar urgentemente con la policía. Después de aquello, no supe nada más hasta que el inspector Carter se presentó en mi oficina a la mañana siguiente: Thomas Allerton, el célebre escritor de novela negra, había sido asesinado la noche anterior en su residencia.
El crimen me incumbía como directora de la Agencia de Mecanógrafas Templeton, ya que Allerton había sido envenenado a través de la piel por un potente veneno esparcido en las hojas del documento que le habíamos enviado. Así pues, importaba despejar toda duda sobre nuestra implicación en el crimen. Sin embargo, el principal interés de la policía se centró en la declaración de George Curtis, nuestro botones y portador del paquete, puesto que, de acuerdo con la secuencia de los hechos que los agentes habían logrado establecer, los acontecimientos ocurridos desde el momento de la entrega nos eximían de toda culpabilidad.
Según la narración de George, a las siete llamó a la puerta de Allerton, quien debía de estar aguardándolo, pues salió de inmediato a abrirle sin esperar a que lo hiciera el mayordomo. Al parecer de George, Thomas Allerton se mostró sumamente complacido con el paquete, ya que no sólo le tranquilizó por el desgraciado incidente del que Curtis fue responsable al tirar las lentes, rompiéndolas sin remedio, que Allerton tenía en las manos cuando le hizo entrega del paquete, sino que le gratificó con una propina de considerable cuantía.
Una vez que entregados los documentos en mano, el escritor se encerró en la biblioteca con ellos. A las ocho, el mayordomo llamó para la cena y Allerton se reunió con su esposa en el hall. Ambos se dirigieron al aseo situado bajo la escalera donde el escritor se lavó las manos antes de cenar mientras su esposa permanecía en la puerta, hablándole sobre un lienzo del célebre pintor Stanley Paddock que había visto en la galería Shackerfield y deseaba adquirir para el salón. Todo ello fue corroborado por el mayordomo y la doncella, únicos sirvientes presentes en la casa aquella noche, que pudieron escucharlo y observarlo desde el comedor, donde aguardaban a los señores.
Una vez servida la cena, los cuatro permanecieron en el comedor hasta que, finalizada ésta, Allerton volvió a la biblioteca para continuar con su trabajo. Fue entonces cuando entró en contacto con el veneno, que lo mató de inmediato, al tiempo que se producía mi llamada , ocasionando con ella que el mayordomo descubriera el cadáver de Allerton, cuyo rostro, según la declaración del sirviente, mostraba señales evidentes de sufrimiento: el gesto crispado, los labios contraídos por el dolor, y los globos oculares queriendo atravesar las gafas mostraban bien a las claras los terribles estragos del veneno.
El hecho de que Allerton tuviera las gafas puestas no sorprendió tanto a la policía, pues el difunto contaba con otro par que sustituyó a las que Curtis había roto, como la presencia de unas bolitas de cera halladas junto a las hojas envenenadas y los restos carbonizados de lo que sin duda había sido un pliego de papel, de los cuales sólo se pudo descifrar el membrete del despacho de abogados que trabajaba para Allerton. Estas insólitas piezas del puzzle enredaban aun más un caso que parecía irresoluble, ya que el fulminante efecto del veneno hacía imposible que éste se hubiera esparcido por el documento antes de la cena, y las comprobaciones realizadas por la policía demostraron que, a lo largo de ésta y aun después, nadie que no fuera Thomas Allerton había tenido acceso al documento. Sin embargo…, yo lo vi todo con claridad. Sin dudarlo, llamé a Carter y concerté una entrevista con él.
–Inspector, ¿sabe usted dónde estaban las gafas de repuesto que Allerton llevaba puestas?
–En la mesita de noche de su dormitorio. ¿Por qué?
–Me pregunto cómo llegaron hasta la biblioteca…
–Las fue a buscar él mismo cuando se rompieron las otras.
–¿Y dejó el documento sin custodia?
–Sí, pero eso ocurrió antes de la cena y el veneno, por su efecto fulminante, sólo pudo ser esparcido sobre las hojas después.
–O no… –sugerí.
–Pero entonces Allerton habría muerto antes de cenar –arguyó Carter.
–¿Saben ya de dónde procedían las bolitas de cera?
–Sin duda de una vela con la que quemó el pliego de papel cuyas cenizas encontramos.
–Inspector…, ¿ha pensado que tal vez la grasa de la cera con la que Allerton moldeó las bolitas protegió sus dedos del veneno y que sólo después de que se lavara las manos pudo éste llegar hasta sus yemas?
Lo demás fue fácil para Carter, experimentado sabueso. Mistress Allerton confesó: lo había asesinado porque su marido quería divorciarse de ella y, según las cláusulas del acuerdo matrimonial que firmaron antes de casarse, de producirse el divorcio ella no obtendría ni un penique.
Carter llamó mi atención, huida del restaurante desde hacía tiempo:
–¿No quiere postre?
–Inspector… –dije por toda respuesta–, ¿saben ya qué decía el documento que quemó Allerton antes de morir?
–Sin duda se sorprenderá, miss West: Allerton destruyó la solicitud de divorcio que sus abogados le habían enviado. Al parecer…, había decidido no divorciarse.
8 comentarios:
Muy buenas estas incursiones tuyas en el género negro. Además, resultan muy oportunas para combatir el exceso de almíbar que nos llega en estos días.
Un saludo.
Un magnífico relato.
El género negro es uno de mis grandes favoritos.
Te deseo una Feliz Navidad en compañía de la familia y de tus seres queridos.
Un beso
Guido: Gracias por lo de buenas, Guido. No sé si realmente lo son. Eso sí..., entretenidas... un rato :-). En cuanto a lo del almíbar..., bueno, es la época. Si no nos enternecemos ahora, ¿cuándo lo haremos? También yo dejaré caer algo de azucar glas por el blog, aunque prometo que será un dulce tragable :-)
Natalia: Gracias, como a Guido, por tus palabras (confieso que siempre son animosos este tipo de comentarios) :-). También yo te deseo (y por supuesto a Guido también) una Feliz Navidad, familiar y agradable.
Un fuerte abrazo.
S. Cid
Aclaración: Cuando dije "entretetenidas" en la respuesta a Guido, quería decir para mí, por supuesto, a la hora de escribirlas. En ningún caso pretendí ponerme en el lugar del lector a quien, tiene todo el derecho a ello, pueden resultarle infumables :-).
Saludos de nuevo.
S. Cid
Yo ya soy grande para leer cosas que no me gustan (si no fuera así, me compraría la obra completa de Antonio Gala).
Leer tus historias es un acto grato, cuyo significado va más allá del mero entretenimiento.
Saludos.
Guido: Lo que te dije antes..., en tu blog, se hace de nuevo realidad ahora: jajajajaja. Lo de Antonio Gala me ha doblado de la risa. Jajajajaja. Gracias again por todo ;-)
Saludos.
S. Cid
Me ha gustado mucho y me ha recordado a escritores como Agatha Christie o Ellery Queen. Muy bien pensada la escena, y muy lógica la resolución del asesinato. Enhorabuena
Miguel: Me alegro de que te haya gustado y de que te haya parecido bien pensada la escena... A mí esta historia es de las que más me gustan de todas las que he escrito hasta el momento. Me refiero a las del Atrápame, claro. De hecho, esta historia fue la segunda que escribí(después de "Destino inexorable"). Al principio eran relatitos que no estaban conectados (ni por personajes ni por la trama), pero como nada más publicar el primero me empezasteis a dar ideas..., al final decidí ser más ambiciosa y se me ocurrió un hilo conductor que me obligó a hacer un par de cambios en "La muerte viene a cenar" y trasladarla hasta el cuarto lugar...
En cuanto a Ellery Queen... No tenía ni idea de su existencia (¡qué ignorante soy!). Pero ya me he informado al respecto... y me has picado: me he anotado algún libro de este investigador en mi lista de libros pendientes.
Gracias por tu visita y tus palabras de ánimo, y, por supuesto, te deseo una Feliz Navidad.
Saludos.
S. Cid
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