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Capricho fatal IV
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Capricho fatal IV
No obstante, después de cenar, me retiré a mi habitación con la misma carga de apatía que me había embargado durante las últimas horas. Ni siquiera la advertencia de Fenn, aunque sugerente en extremo, como ya dije, despertaba pasión alguna en mi ánimo y, sin embargo, abandonado por la necesidad de dormir, me metí en la cama y comencé la lectura del libro, un sesudo tratado sobre el arte del deseo que me hubiera provocado de inmediato el sopor necesario para apagar la lamparita de la mesilla y dormir hasta el día siguiente, de no haber estado mi mente conversando en loco parloteo consigo misma sobre las circunstancias que habían rodeado mi altercado con Laura. Y así fue que, página tras página, alcancé los fatídicos párrafos en los que poeta se explicaba, al fin, con claridad:
Yo, lector perseverante que has consentido en seguirme hasta aquí en este Arte del deseo, descubrí la manera de alcanzar, con el simple poder del pensamiento, aquello que con más fuerza remueve el fuego de nuestros anhelos. Aunque tal vez hablar de descubrimiento sea presuntuoso por mi parte, pues se trató de un hallazgo natural e inesperado, y no producto de laboriosos experimentos o complicadas fórmulas alquímicas. De la misma forma, cabalgando a lomos de la fortuna, que la bolita acaba por posarse sobre el rojo o sobre el negro en la desapasionada ruleta giratoria, la revelación cayó sobre mí por puro azar, mientras me encontraba paseando entre recónditos y solitarios breñales raramente hollados por el ser humano, sin que hubiera yo arriesgado un solo penique en una black pet o aventurado mis caudales en un tout au rouge. Y, así, sin ser agente activo en el asunto ni procurar intervención alguna, siquiera hubiera sido sólo con el pensamiento, llegó hasta mí la nefasta revelación que ha torturado mi existencia desde entonces.
Quizá haya quien me encuentre afortunado y, sin embargo, no atisba a entrever tan incauto ser la dificultad que entraña poseer la capacidad de volver ciertos los anhelos. Primeramente, porque pierde la existencia toda necesidad de lucha, pues la vida se transforma en un sendero tedioso cuando a uno le es dable disfrutar sin límite de todo cuanto se ambiciona. Y, sin embargo, no es éste el más acerbo castigo que hube de sufrir a causa de aquel inoportuno descubrimiento porque, tras ese primero, uno mucho peor aguardaba oculto tras la aparente sublimidad con que daba en querer mostrarse, pues con su posesión, y siendo yo hombre recto y juicioso, no pude sino inclinar la cerviz y resignarme a cargar con el abrumador peso del más terrible de los dramas: ser dueño y señor del poder total, y saber que sobre mis hombros descansaba la soberanía del universo.
Bostecé intensamente mientras me cruzaba el magín la idea de que, después de todo, el dueño del pub no había errado en absoluto al tildar a aquel hombre de loco. Los párrafos de una demencia mostrada sin rubor se sucedían monótonos sin que el sueño acabara por llegar y me diera descanso. De modo que no encontré razón para detener la lectura:
Aquellos cuyas vidas se activan con el único propósito de alcanzar la supremacía sobre sus semejantes y extender un inexorable dominio sobre ellos poseen, sin lugar a dudas, una naturaleza cruel y depravada, pues no otro es el germen del poder que la desalmada perversidad. Otros, ignorantes de este origen abominable, buscan con manos cándidas alcanzar una autoridad con la que trabajar por el bien ajeno; la cual, sin embargo, una vez asentados sus reales en la cándida criatura, muestra su auténtico rostro y torna el alma ilusa que la buscaba para el bien en espíritu avieso que no ha de utilizarla sino para el único uso para la cual fue ideada: la maldad, la injusticia y la crueldad sin medida.
Yo fui de estos últimos, y qué gran tormento pesa sobre mí desde entonces. ¡Cuánto he deseado olvidar esa revelación fatal que vino a dominar mi vida! Y, sin embargo, por paradójico que parezca, este terrible poder que concede cualquier deseo no funciona consigo mismo: por más que he deseado librarme de él, no he lo he conseguido.
Pudiera mostrar el lector su incredulidad, y no le faltaría razón para ello, pues son mis palabras difíciles de aceptar como ciertas, pero si cree que no tengo otro modo de avalarlas sino el de apelar al crédito que quiera concederme, se equivoca. Sí lo hay, aunque dudo de si debería desvelarlo. No miento: existe una potencia todopoderosa en el interior de nuestra mente capaz de conseguir cualquiera que sea la ambición que nos consume. La única forma de probar mis palabras es demostrarlo y, sin embargo, no aconsejo que se continúe con la lectura porque, de hacerlo, se convertirá el lector en otro monstruo como yo, para quien sólo queda una salida…
Así pues, si no desea someterse a esta tiranía atroz, cese su lectura. Si, por el contrario, es su curiosidad tan grande como para querer mi demostración, simplemente desee, lector atrevido. Desee aquello que su alma anhela con mayor fuerza. Desee, desee… Deséelo.
Y fue entonces cuando aquel pensamiento que yo creí inocuo acudió a mi mente sin necesidad de traerlo atado por el ronzal. Con una amplia sonrisa de incredulidad atravesando mi rostro, deseé mi más profundo anhelo, aquél que reinaba en mi mente sobre cualquier otro de factura más apetecible a los sentidos y sin que fuera la conciencia capaz de colocar traba alguna a su llegada:
–¡Oh –exclamé en mi fuero interno–, cómo me gustaría ver muerta a esa mujer infecta! Ése es mi deseo, Poeta Loco: quiero matar a mi suegra.
Después cerré el libro mientras dedicaba a aquel poeta loco algún que otro epíteto jocoso y, con una sonrisa prendida de los labios, apagué la luz.
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Si deseas continuar la lectura, puedes visitar Capricho fatal V.
Yo, lector perseverante que has consentido en seguirme hasta aquí en este Arte del deseo, descubrí la manera de alcanzar, con el simple poder del pensamiento, aquello que con más fuerza remueve el fuego de nuestros anhelos. Aunque tal vez hablar de descubrimiento sea presuntuoso por mi parte, pues se trató de un hallazgo natural e inesperado, y no producto de laboriosos experimentos o complicadas fórmulas alquímicas. De la misma forma, cabalgando a lomos de la fortuna, que la bolita acaba por posarse sobre el rojo o sobre el negro en la desapasionada ruleta giratoria, la revelación cayó sobre mí por puro azar, mientras me encontraba paseando entre recónditos y solitarios breñales raramente hollados por el ser humano, sin que hubiera yo arriesgado un solo penique en una black pet o aventurado mis caudales en un tout au rouge. Y, así, sin ser agente activo en el asunto ni procurar intervención alguna, siquiera hubiera sido sólo con el pensamiento, llegó hasta mí la nefasta revelación que ha torturado mi existencia desde entonces.
Quizá haya quien me encuentre afortunado y, sin embargo, no atisba a entrever tan incauto ser la dificultad que entraña poseer la capacidad de volver ciertos los anhelos. Primeramente, porque pierde la existencia toda necesidad de lucha, pues la vida se transforma en un sendero tedioso cuando a uno le es dable disfrutar sin límite de todo cuanto se ambiciona. Y, sin embargo, no es éste el más acerbo castigo que hube de sufrir a causa de aquel inoportuno descubrimiento porque, tras ese primero, uno mucho peor aguardaba oculto tras la aparente sublimidad con que daba en querer mostrarse, pues con su posesión, y siendo yo hombre recto y juicioso, no pude sino inclinar la cerviz y resignarme a cargar con el abrumador peso del más terrible de los dramas: ser dueño y señor del poder total, y saber que sobre mis hombros descansaba la soberanía del universo.
Bostecé intensamente mientras me cruzaba el magín la idea de que, después de todo, el dueño del pub no había errado en absoluto al tildar a aquel hombre de loco. Los párrafos de una demencia mostrada sin rubor se sucedían monótonos sin que el sueño acabara por llegar y me diera descanso. De modo que no encontré razón para detener la lectura:
Aquellos cuyas vidas se activan con el único propósito de alcanzar la supremacía sobre sus semejantes y extender un inexorable dominio sobre ellos poseen, sin lugar a dudas, una naturaleza cruel y depravada, pues no otro es el germen del poder que la desalmada perversidad. Otros, ignorantes de este origen abominable, buscan con manos cándidas alcanzar una autoridad con la que trabajar por el bien ajeno; la cual, sin embargo, una vez asentados sus reales en la cándida criatura, muestra su auténtico rostro y torna el alma ilusa que la buscaba para el bien en espíritu avieso que no ha de utilizarla sino para el único uso para la cual fue ideada: la maldad, la injusticia y la crueldad sin medida.
Yo fui de estos últimos, y qué gran tormento pesa sobre mí desde entonces. ¡Cuánto he deseado olvidar esa revelación fatal que vino a dominar mi vida! Y, sin embargo, por paradójico que parezca, este terrible poder que concede cualquier deseo no funciona consigo mismo: por más que he deseado librarme de él, no he lo he conseguido.
Pudiera mostrar el lector su incredulidad, y no le faltaría razón para ello, pues son mis palabras difíciles de aceptar como ciertas, pero si cree que no tengo otro modo de avalarlas sino el de apelar al crédito que quiera concederme, se equivoca. Sí lo hay, aunque dudo de si debería desvelarlo. No miento: existe una potencia todopoderosa en el interior de nuestra mente capaz de conseguir cualquiera que sea la ambición que nos consume. La única forma de probar mis palabras es demostrarlo y, sin embargo, no aconsejo que se continúe con la lectura porque, de hacerlo, se convertirá el lector en otro monstruo como yo, para quien sólo queda una salida…
Así pues, si no desea someterse a esta tiranía atroz, cese su lectura. Si, por el contrario, es su curiosidad tan grande como para querer mi demostración, simplemente desee, lector atrevido. Desee aquello que su alma anhela con mayor fuerza. Desee, desee… Deséelo.
Y fue entonces cuando aquel pensamiento que yo creí inocuo acudió a mi mente sin necesidad de traerlo atado por el ronzal. Con una amplia sonrisa de incredulidad atravesando mi rostro, deseé mi más profundo anhelo, aquél que reinaba en mi mente sobre cualquier otro de factura más apetecible a los sentidos y sin que fuera la conciencia capaz de colocar traba alguna a su llegada:
–¡Oh –exclamé en mi fuero interno–, cómo me gustaría ver muerta a esa mujer infecta! Ése es mi deseo, Poeta Loco: quiero matar a mi suegra.
Después cerré el libro mientras dedicaba a aquel poeta loco algún que otro epíteto jocoso y, con una sonrisa prendida de los labios, apagué la luz.
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8 comentarios:
Tu forma de entretenerte en los detalles es magistral y ya me he comido dos uñas leyendo la historia hasta aquí, así que no quiero pensar qué me comeré cuando lea el resto.
Ese libro tiene mucho peligro!
Te sigo.
Sue: Pues ya queda poco: un par de capitulitos, así que reserva algo de uña ;-).
¿Peligro? Para el pobre Harry, puede; para la suegra, casi seguro. Pero no para ti, jajajaja :-)
Saludos y gracias por venir... y seguirme ;-)
De todas formas a mi Harry no me cae muy bien así que si le pasa algo no me importará.
:)
Sue: ¿No te cae bien? ¿Por qué? Pobre Harry..., si sólo estaba un poco enfadado con su suegra, jajajajaja. Bueno, yo ya te voy avisando de que este relatito no una historia detectivesca al uso, sino que pertenece al grupo de... "relatos inexplicables", jajajaja.
Me lo imprimo cuando lo termines y lo leo de una vez. Tiene una pinta excelente
No sé chica, le veo un poco estirado. Has perfilado muy bien el personaje, que conste, y es un estirado dantástico, pero me cae mal, qué le voy hacer.
De todas formas eso es muy bueno porque significa que es creíble.
Quise decir "fantástico" claro.
Miguel Baquero: Espero no defraudarte ;-)
Sue: Si resulta creíble, ya estoy contentita :-)), porque mira que a veces es difícil conseguirlo.
Saludos, amigos.
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