Quebrantos y consuelos (a Mac)
Decía el Viejo Profesor que las promesas electorales están hechas para no cumplirse. Es éste, de los tantos que producen sus fauces, un ejemplo indiscutible y concluyente de la desvergüenza socialista, tan capaz de soltar perlas de este cariz como de contradecirse en la misma frase sin que se le sonroje un ápice ni una sola célula de esa epidermis que lucen, tan dura al menos como la de un paquidermo. Viene todo esto a colación simplemente porque voy a tomar prestada la frase de ese profesor, que por viejo, sin duda, sabía más que el propio diablo, y haciéndole un leve cambio resumir con ella mi verano: los planes veraniegos están pensados para no cumplirse.
A veces, el Destino te aguarda a la vuelta de la esquina y con una media verónica te da un volteo a la existencia, eso nos ha pasado a todos, por supuesto; pero que lo haga –afortunadamente sin trastornos profundos– con la insistencia y vehemencia con que se ha empleado conmigo este mes de agosto es sin duda insólito. Ni uno solo de mis propósitos ha venido a hacerse realidad, así que aquí estoy yo, en Madrid, un 22 de agosto, en lugar de estar disfrutando de los bellos –y frescos– atardeceres de las playas norteñas.
Y es que echo mucho de menos los paseos playeros al atardecer, con los pies descalzos, hundidos en la arena y cubierta media pierna por las olas del mar. En el paseo de ida, suelo observar los barquitos pesqueros que salen a faenar, con sus luces de colores perdidas en la inmensidad fosca de un horizonte desvaído por el atardecer; en el de vuelta, desmoronada ya la oscuridad sobre la arena, Casiopea, muy cerca de su marido Cefeo, brilla en mis ojos con igual intensidad al menos con la que lució la supernova que reventó en su regazo en el siglo XVI. Todo eso me lo he perdido este año porque los planes… se piensan, al parecer, para que el Destino juegue con ellos y los desbarate a placer.
A cambio…, Madrid me consuela con su Retiro. Salgo a pasear por él todas las mañanas, pasadas por muy poco las ocho, y encuentro la suficiente concurrencia como para sentirme segura, pero sin el fastidio que producen los embotellamientos humanos. Es tal el silencio, que hasta mí llegan las ligeras pisadas de las ardillas que se mueven entre los matorrales. Huele a hierba fresca, recién regada, y se respira un aire sano difícil de encontrar fuera de aquí, en esta ciudad demasiado contaminada por la cantidad ingente de detritus que expele nuestro mundo, pródigo en la generación de basura y la emisión de gases nocivos.
El Retiro lleva impreso en su nombre todo lo que busco en él y, además, es una auténtica delicia para los sentidos. No puedo traer hasta el blog el olor de sus praderas, ni el tacto de los rugosos troncos que sostienen árboles centenarios. No puedo emular el silencio que se escucha en sus jardines, ni hacerle probar al lector el gusto especial que se mastica al caminar por sus veredas, pero sí puedo deleitarles la vista con unas fotos tomadas esta misma mañana. Paseen conmigo un rato. Merece la pena.