Tan parecidos, tan diferentes
Allá por el otoño o el invierno de 1995, me hallaba yo en un aula, al resguardo de la recia lluvia londinense que se esforzaba en agriarnos a todos el humor, atendiendo a una clase de no recuerdo qué pero en la que se mostraba un mapamundi. De repente la clase se interrumpió: una alumna japonesa había preguntado qué era aquello. El lector supondrá que el asombro con el que la miramos fue general. Después de que la profesora lograra acallar los murmullos con los que manifestábamos nuestro estupor, se le puedo hacer ver a la joven de ojos rasgados que aquel dibujo no era sino una representación cartográfica de la superficie de la Tierra. La estudiante inclinó la cabeza, fijó los ojos oblicuos en el mapa y, de repente, esa oblicuidad se abrió hasta hacerse casi circular al tiempo que la boca, también abierta, dejó escapar una exclamación que demostraba la llegada del discernimiento a su cerebro.
La joven oriental, con las espitas del entendimiento abiertas, sin duda comprendió entonces
nuestra perplejidad y se explicó. Con un inglés sometido al movimiento de sus brazos, que captaban mayor atención que sus palabras, comprendimos su explicación: en los mapamundi en los que ella había estudiado en el colegio, aquello estaba allí; esto, allá; y eso, en el otro lado. Es decir: Japón en el centro, Europa al Oeste y América al Este, razón por la cual, la estudiante japonesa había tardado en centrar y situar… las distintas partes de la superficie terrestre. Una vez aclarado el asunto, la clase continuó y yo… quedé pensativa.
La pregunta que me vino a la mente fue: ¿Y luego hablan de Eurocentrismo? A lo largo de los años, sobre todo de los últimos años, se ha ido extendiendo la idea única de que Occidente debe pedir perdón… por todo, en especial por habernos creído tan super-mega-guays. Sin embargo, en gran parte somos el producto de la educación que nos dan. Bien es cierto que mis ojos también están acostumbrados a mirar un mapamundi desde un ángulo determinado: Europa –y, por tanto, África– en el centro; a la izquierda, según se mira, el continente americano; y a la derecha, Asia. Arriba el Polo Norte y abajo, el Polo Sur. Sin embargo, no es menos cierto que en Japón enseñan a sus niños con el mismo interés centralista con que aquí nos educan, sólo que arrimando el ascua a su sardina y colocando su país en la zona central.
Otro descubrimiento sorprendente, esta vez debido a la verticalidad, de cómo las cosas cambian según se las mire, ocurrió el día que, hablando con una amiga chilena, me descubrió que desde su país la Luna se ve al revés. No tuve que pensar mucho: fije la mirada durante un instante en el vacío, me concentré y… entendí por qué. Pero que lo entendiera no fue óbice para que el desconcierto con que nos sorprende tan frecuentemente este mundo nuestro, una vez más, me inundara.
Luna vista desde el hemisferio norte --- --- Luna vista desde el hemisferio sur
Poco después de aquello (o quizá mucho después, no lo recuerdo) leí un artículo sobre la incapacidad de los seres humanos de ascendencia no europea para tomar y asimilar la leche. “¡¿Cómo?!”, exclamé en su momento. La enoooormeeee sorpresa que aquella información me produjo ha sido de las mayores que he tenido en mi vida. No podía asumir que aquello fuera cierto. Primero porque a mi mente asomaba la palabra mamíferos. ¿Acaso no es una de nuestras características definitorias? Y, en segundo lugar, porque…, desde mi perspectiva de bebedora compulsiva de leche, ¡caray!, ¿cómo era posible que alguien no pudiera asimilarla?
Hace poco, en la sección de Ciencia del periódico El Mundo, pude leer de nuevo un artículo (28-Agosto-2009) relacionado con este asunto. Al parecer, hace “apenas 7.500 años que el ser humano adulto desarrolló un cambio genético que le permitió digerir este alimento más allá de su infancia. […] Una mutación positiva que se originó en los Balcanes”. Sin embargo, “la habilidad para digerir la leche no es universal; de hecho, más de tres cuartas partes de los adultos del planeta no produce la enzima lactasa que permite asimilar el principal azúcar lácteo (la lactosa). Por ejemplo, se calcula que más del 90% de la población asiática no tolera la lactosa, como tampoco lo hace el 75% de los afroamericanos; una situación también habitual en países tropicales y subtropicales”.
Sabido es que compartimos con el chimpancé un 99% de nuestro ADN, de manera que la parte de ADN que los humanos tenemos en común es prácticamente… toda. ¡Qué parecidos!, ¿no? Y, sin embargo, cuán diferentes somos: bien por causas educacionales, bien por nuestra situación en el planeta, bien por la genética que nos conforma… qué diferente es nuestra visión del mundo y la forma en que lo digerimos.
Nota: la última de las fotos está tomada del periódico El Mundo, 28-Agosto-2009