La primera vez que tuve un libro de este autor entre mis manos me entusiasmó. Se trataba, naturalmente, de Caballo de Troya, una novela de espionaje, aventuras y ciencia ficción que me causó fervorosa admiración y que, lo confieso, provocó abundante llanto en la parte en la que explica con minucioso detalle las reacciones que tiene el cuerpo humano cuando se ve sometido a un sufrimiento tan colosal como hubo de soportar Jesucristo. Luego, con el paso del tiempo, otros títulos suyos, tales como El misterio de la Virgen de Guadalupe, o La rebelión de Lucifer fueron dilatando el acervo de mis lecturas, aunque corrieron, en lo que respecta a mi gusto, bastante peor suerte que el primero.
En el año 2000, una colección que reunía las obras de este autor fue anunciada en televisión. La primera, naturalmente, era Caballo de Troya, que yo había leído de la biblioteca de mi madre pero que no tenía en la mía propia, de modo que la adquirí. La segunda entrega constaba de dos libros: La punta del iceberg y éste del que hoy hablamos aquí, Los astronautas de Yavé, que se vendían como oferta y con los que también me hice. Supongo que ambos han contemplado con desesperación cómo, a lo largo de los años, iban pasando por mis manos otros títulos adquiridos con posterioridad y que, sin embargo, los adelantaban en la fila. Por fin, hace algunas semanas, tomé el del título sugerente que da vida a este comentario y lo leí.
En resumen, y para no alargar el articulito, Los astronautas de Yavé viene a proponer la estrafalaria idea de que fueron unos extraterrestres los que, merced a una tecnología asombrosamente avanzada, se ocuparon de hacerle a Yavé los servicios que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento narran en sus páginas.
El libro daría para mucha mofa, si tuviera ánimo, tiempo y ganas de hacer escarnio, pero puesto que tal día como hoy se eleva mi alma al infinito y me inunda la bondad, señalaré, simplemente, que el autor debe ser admirado, al menos, por la desbordante imaginación de que hace gala. No acierto a imaginar qué tipo de pasmosas hipótesis me aguardan en La punta del iceberg, pero seguramente logrará esta doble J. dar nuevos bríos al estupor.