Fe
Cuando, dieciocho años antes, el profesor Leonard Curtis anunció, ante la abultada audiencia que desbordaba el Aula Magna de la Real Sociedad Astronómica de Londres, que su descubrimiento iba a remover las raíces del entendimiento humano sobre el mundo que nos contiene hasta poner el universo patas arriba, nadie tuvo dudas de que, fuera lo que fuese aquello sobre lo que Curtis iba a hablar, acertaría. Ni siquiera el mundo científico que asistía atónito a aquella demostración de saber tuvo a bien mostrar la más mínima sombra de duda o vacilación. Gran parte de aquel crédito procedía del hecho indiscutible, demostrado hasta la saciedad, de que la cabeza de Curtis albergaba una inteligencia asombrosa a la que pocos se habían atrevido a contradecir y menos aún a agraviar con un escepticismo que únicamente hubiera denotado envidia o necedad; pero también, justo es decirlo, una considerable proporción de ese alto crédito que se otorgó a Leonard Curtis aquel día en el que logró la consagración total de su nombre, se debió al hecho de que una parte sustancial del mundo científico que se encontraba aquella noche en la Real Sociedad Astronómica había tenido acceso a la espina dorsal sobre la que se sustentaba el descubrimiento de Curtis, merced a los artículos publicados, a modo de avanzadilla, por la revista National Astronomic.
Después de aquella noche, no hubo rincón en el planeta al que no llegara la noticia de que, tras siglos de búsqueda, la armonía de las esferas celestes había por fin mostrado a la mente humana las notas que la componían. Muchos lo habían precedido en el estudio profundo de los misterios que alberga nuestro mundo, pero sólo a Curtis le fue concedido el honor de verter la luz definitiva sobre aquel misterium cosmographicum con que Kepler había dado los tambaleantes primeros pasos en la oscuridad.
-Mr. Curtis...
-Mr. Curtis...
-Mr. Curtis...
Las llamadas con que los reporteros intentaban reclamar la atención del profesor se confundían unas con otras sin que fuera posible atender sus demandas.
-Señores, señores..., por favor... -la voz de Lord Grovesnor, Presidente de la Real Sociedad Astronómica, intentó poner orden en aquel griterío-, un poco de calma. Todos ustedes tendrán oportunidad de hacer las preguntas que deseen.
-¿Dice usted -sobresalió al fin entre todas la voz de una estudiante que hacía las veces de reportera para el Astronomic College de Oxford- que el universo no es sino un enorme ordenador cuántico; y las leyes físicas, más que el software que emplea?
-De manera muy sucinta, pero sí, eso es -contestó el profesor con una amplia sonrisa que anunció lo muy feliz que se sentía.
-Entonces... -inquirió otro que logró dominar con su voz los vanos intentos con que el resto de reporteros luchaban por hacerse con la atención de Leonard Curtis-, según su teoría..., ¿todo en este mundo, desde los masivos agujeros negros y los astros y planetas, cuyo movimiento predice la mecánica clásica, hasta las moléculas microscópicas con que trabaja la física cuántica, todo, Mr. Curtis, conforma una extraordinaria computadora universal?
-Exacto, señor. Acaba usted de describir el hardware de ese ordenador universal.
El rostro de Leonard Curtis se ensanchó en una amplia sonrisa que destilaba felicidad, y ciertas gotas de vanidad que no le hubieran pasado desapercibidas a un agudo observador escurrieron por sus sienes, perlándolas con una arrogancia mal disimulada. El Aula Magna hervía de excitación y él, como si de un poderoso agujero negro se tratara, en torno al cual girara la galaxia entera y de cuyo embrujo nada pudiera escapar, se sentía el centro de atención y admiración. Tal era la altiva egolatría que lo ensoberbecía, que sin duda más de un colega debió de echar en falta, a la espalda de Curtis, la presencia de un prudente consejero que hubiera susurrado a su oído, como el siervo en el del general que, vuelto a Roma tras victoriosa campaña, recibe el aplauso del pueblo, la frase latina que habría de volverle los pies a la tierra: memento mori..., memento mori... Sin embargo, aquel hombre arrogante no encontró freno alguno a su soberbia hasta que una pregunta interrumpió el denso caudal de dicha que había venido experimentando hasta entonces.
-¿Y el Informático? -la voz sonó suave entre toda aquella algarabía, pero se oyó.
-¿Cómo dice usted? -preguntó Lord Grovesnor.
-Pregunto a Mr. Curtis si sería tan amable de explicar la parte que corresponde al Informático hacedor de tan maravillosa máquina.
Leonard Curtis miró de soslayo a aquella mujer a quien reconoció de inmediato. Había sido alumna suya durante el tiempo que ocupó la Cátedra Lucasiana de Matematicas en la universidad de Cambridge, antes de abandonarla para dedicarse por entero a la investigación. Una mueca de desdén logró hacerle torcer el gesto, mientras el desvaído recuerdo de aquella joven acudió a él brincando ágil en la memoria y, sin reparo alguno, se encaraba con la mirada atónita con que lo recibió. Y es que, a pesar del apagado color con que la evocó, no pudo evitar que se encaramara, desde una olvidada esquina de su memoria, la delgada figura de aquella joven que osaba alzarse una vez más ante el todopoderoso Curtis para interrogarlo por cuestiones que poco o nada tenían que ver con las matemáticas o la astrofísica, y sí mucho con la doctrina, irrelevante en términos científicos, que gastaban aquellos que se ocupaban de un Dios en el que él no creía. Al parecer, pensó mirándola con fingida condescendencia, los años no la habían cambiado.
-Ése no es ámbito de mi incumbencia, señorita.
-Sin embargo, profesor, y puesto que los principios fundamentales que rigen el universo han sido puestos al descubierto por su histórico hallazgo, no es una pregunta impertinente, antes bien, muchos de los que estamos aquí la encontramos sumamente oportuna, pues...
-No insista -la interrumpió-. Todos los que están aquí ya deben de saber que no me ocupo de especulaciones teológicas que a nada conducen.
-¿No ha pensado en ello, pues?
-No.
-Y sin embargo me cuesta creerlo, profesor. Nadie posee un ordenador que haya aparecido por generación espontánea, de modo que es fácil plantearse este tipo de cuestiones, aunque la computadora de que se trate sea del tamaño del que usted propone. Ésta es una idea que sin duda está en la mente de muchos de nosotros...
-Pero no en la mía -la interrumpió de nuevo-. Si alguien más tiene una pregunta de carácter científico, estaré encantado de responder -dijo mirando a la nube de reporteros que escuchaban en el silencio que desde hacía rato reinaba en el Aula Magna.
-Muchos, antes de usted -insistió ella, sin embargo-, han atendido esta cuestión sin que ello menoscabara su condición de científicos, profesor. El mismísimo Kepler consideraba la astronomía una bella forma de acercarse a Dios y celebrarlo.
-Oh, vamos, está usted hablando de un hombre del siglo XVII, ¿qué otra cosa podía decir?
-Tan sólo me planteo la pregunta de si, como ocurriera con Kepler, para quien la belleza de su modelo cosmológico no era sino la prueba fehaciente de la existencia de Dios, así como una manifestación incontrovertible de la gran sabiduría y elegancia con que había creado el mundo, su descubrimiento no le ha sugerido también a usted la idea de Dios, profesor Curtis.
-No concibo un universo teocrático, si es eso a lo que usted se refiere.
-¿No cree en Él? -insistió la mujer.
-No.
-Pero...
-¡Dios no existe, señora! -la atajó Curtis con una voz que rebotó inequívoca en las paredes del Aula Magna.
El ateísmo del profesor Curtis no fue impedimento para que, algún tiempo después, le concedieran el Premio Nobel de Física, pero la disputa que mantuvo en aquella memorable velada que aconteció en la Real Sociedad Astronómica de Londres sí influyó notablemente en la vida de Curtis, pues se tornó en la fuerza motriz que lo impulsó, a partir de entonces, en una tenaz lucha en la que empeñó sus días y sus noches para combatir la idea de Dios. De manera que, cuando transcurridos 18 años, las alarmas sonaron en todos los centros de poder del planeta debido al insólito y aterrador hecho de que el universo estaba empezando a apagarse, muchas miradas se volvieron anhelantes hacia Curtis.
El brillo de las lejanas estrellas disminuía a ojos vista, y el mismísimo Sol perdía cada día un poquito de su fulgor. Los días se volvían cada vez más opacos y fríos. Por las noches, la Luna apenas lograba reflejar una pizca de aquellos marchitos rayos procedentes de nuestra estrella que aún era capaz de captar. La ciencia no daba crédito a lo que observaba y se sentía impotente para expresar en lenguaje matemático aquel desastre cósmico. Nadie entendía por qué el ordenador cuántico de Curtis languidecía. Sólo sabían que el fin se acercaba...
-¿Cómo es posible? -un joven científico del Observatorio Astronómico de Cerro Paranal encendió una cerilla con la que alumbró el rincón de la estancia en la que se encontraban.
-Sospecho que todo lo que empieza tiene un final -contestó la mujer madura que aún se esforzaba por descubrir una tenue luz en el firmamento a través del telescopio.
-Curtis se ha suicidado.
-Lo sé.
-Lo encontraron muerto en su casa, con un tiro en la sien.
-Lo sé -volvió a decir ella.
-Supongo que no pudo soportar que le dijeran que Dios había desenchufado su computadora cuántica.
-No seas cruel, James -le recriminó la mujer.
-Tú te las tuvieste tiesas con él...
-Eso fue hace mucho.
-Pero se dedicó a indisponerte con el mundo científico después de aquella disputa...
-Nunca le he guardado rencor.
El joven suspiró y encendió otra cerilla.
-Y ahora..., ¿qué?
-Esperar.
-¿A qué? Estamos fritos.
Ella esbozó una sonrisa. Hacía tiempo que el Sol se había apagado y la Tierra giraba, en una eterna y gélida noche, alrededor de la escoria en que se había convertido nuestro astro.
-Fritos..., precisamente, no.
Él, sin embargo, no sonrió. Su rostro mostraba miedo.
-¿Qué perspectivas le quedan a la humanidad?
-Han mandado la nave Prometheus...
-¿Prometheus? ¡Ja! ¿Acaso piensan robarle el fuego a los dioses?
-No seas sarcástico, James. No es el momento.
-Pero ¿para qué, doctora? -preguntó él con vehemencia-. ¿Para qué mandar naves? ¿Qué pretenden? Es absurdo. Todo está apagado. ¿Dónde pueden ir? ¿Qué creen que pueden hacer?
-Tranquilo, James -susurró ella.
-Todo acaba aquí -dijo él-. No hay esperanza para nuestra especie.
-Ten fe -contestó ella.