¿Quién vencerá?
¿Griegos, que no tirios, y troyanos? ¿Romanos y cartagineses? ¡Menudencias! La gran batalla, la madre de todas las batallas, entérate Sadán, donde quiera que estés, era la que se libraba en aquel momento en el cerebro de una débil mujer, de quien nadie sospecharía, a la vista del frágil aspecto que mostraba, la muy pesada carga que había echado sobre sus hombros y que trataba de sobrellevar mientras entablaba la dura lucha que habría de decidir... quién vencería.
Agarró un bolígrafo y abrió el periódico por la página del crucigrama. La cuestión era pensar, pensar en algo diferente, conducir al cerebro por sendas apetecibles que le obligaran a dejar atrás ese ligero, pero terrible pasado, y a superar esas tétricas necesidades que habían venido conduciéndole todos estos años por los inhóspitos caminos de la autodestrucción y le llevaban directo hacia la decrepitud. "¡Oh, dioses del Olimpo!, ordenad a los oráculos ser heraldos portadores de auspicios venturosos y derramad sobre mí vuestra protección y favor. Mostradme cuál es el talón que no bañaron las aguas de Estigia y que me vuelve débil ante la batalla que he de enfrentar. Decidme, dioses, a qué pruebas me someteréis y, al fin de todas..., quién vencerá".
"Planeta", decía el crucigrama. Contó el número de casillas y recitó para sus adentros: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, miércoles, jueves...". Hubo de reírse. Por más que quisiera, el cerebro era tan independiente a su control como lo es el caballo desbocado de las riendas del jinete. "¡Estúpida! -se dijo-, ¿cómo pretendes controlar al cerebro si es él quien domina todo tu yo?" . Mordió el boli con crueldad extrema, mas las fieras dentelladas fueron calmando su furor hasta transformarse en una desesperada succión que acabó por llenarle los labios de tinta. Los primeros proyectiles de la batalla habían sido lanzados.
"¡Mierda! -exclamó". Corrió al lavabo y se enjuagó cuanto puedo los dientes tintados de azul. Estiró los labios y se miró el interior de la boca en el espejo. "¡Qué horror! -se dijo-". Su boca parecía mellada, lo que le daba el tenebroso aspecto de una oscura hechicera, adoradora sin duda del ínclito -en los infiernos, claro- Lucifer. Se frotó los dientes con el dedo y de nuevo los observó. Se preguntó cuánto tiempo duraría aquella tinta sobre el marfil mientras le mostraba al espejo una sonrisa tan tenebrosa que, de haber sido interrogado (Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella dama del Reino?) y de haber gozado éste de capacidad para responder, no hubiera dudado en mentir: "Vos, sin duda, sois la más bella dama del lugar". ¿Qué, si no, podría contestársele a una bruja de aspecto tan maligno? Y, sin embargo, la auténtica maldad la aguardaba casi a las puertas del baño: una batalla hasta entonces aplazada y hoy ya dispuesta, empero, a mostrarse intransigente a los plazos. Hoy, sin excusas, habría de comenzar a decantarse la lucha por uno de los bandos. El final del día, pues, anunciaría el vencedor.
"En fin... -suspiró-, el tiempo que me ha llevado el asunto de la tinta es tiempo que he ganado o que he perdido -reflexionó un instante-, a saber, para enfrentarme a la batalla final". Volvió al comedor y miró a ambos lados del cuadrilátero en que se había convertido la mesa de centro. Los contendientes se observaban con fiereza. En una esquina, con calzón azul, el paquete de tabaco; en la otra, ornado con vistosas rayas verdes, el de chicles de nicotina. La decisión estaba en su mano... ¡Oh, dioses!, ¿quién vencerá?
¿Griegos, que no tirios, y troyanos? ¿Romanos y cartagineses? ¡Menudencias! La gran batalla, la madre de todas las batallas, entérate Sadán, donde quiera que estés, era la que se libraba en aquel momento en el cerebro de una débil mujer, de quien nadie sospecharía, a la vista del frágil aspecto que mostraba, la muy pesada carga que había echado sobre sus hombros y que trataba de sobrellevar mientras entablaba la dura lucha que habría de decidir... quién vencería.
Agarró un bolígrafo y abrió el periódico por la página del crucigrama. La cuestión era pensar, pensar en algo diferente, conducir al cerebro por sendas apetecibles que le obligaran a dejar atrás ese ligero, pero terrible pasado, y a superar esas tétricas necesidades que habían venido conduciéndole todos estos años por los inhóspitos caminos de la autodestrucción y le llevaban directo hacia la decrepitud. "¡Oh, dioses del Olimpo!, ordenad a los oráculos ser heraldos portadores de auspicios venturosos y derramad sobre mí vuestra protección y favor. Mostradme cuál es el talón que no bañaron las aguas de Estigia y que me vuelve débil ante la batalla que he de enfrentar. Decidme, dioses, a qué pruebas me someteréis y, al fin de todas..., quién vencerá".
"Planeta", decía el crucigrama. Contó el número de casillas y recitó para sus adentros: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, miércoles, jueves...". Hubo de reírse. Por más que quisiera, el cerebro era tan independiente a su control como lo es el caballo desbocado de las riendas del jinete. "¡Estúpida! -se dijo-, ¿cómo pretendes controlar al cerebro si es él quien domina todo tu yo?" . Mordió el boli con crueldad extrema, mas las fieras dentelladas fueron calmando su furor hasta transformarse en una desesperada succión que acabó por llenarle los labios de tinta. Los primeros proyectiles de la batalla habían sido lanzados.
"¡Mierda! -exclamó". Corrió al lavabo y se enjuagó cuanto puedo los dientes tintados de azul. Estiró los labios y se miró el interior de la boca en el espejo. "¡Qué horror! -se dijo-". Su boca parecía mellada, lo que le daba el tenebroso aspecto de una oscura hechicera, adoradora sin duda del ínclito -en los infiernos, claro- Lucifer. Se frotó los dientes con el dedo y de nuevo los observó. Se preguntó cuánto tiempo duraría aquella tinta sobre el marfil mientras le mostraba al espejo una sonrisa tan tenebrosa que, de haber sido interrogado (Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella dama del Reino?) y de haber gozado éste de capacidad para responder, no hubiera dudado en mentir: "Vos, sin duda, sois la más bella dama del lugar". ¿Qué, si no, podría contestársele a una bruja de aspecto tan maligno? Y, sin embargo, la auténtica maldad la aguardaba casi a las puertas del baño: una batalla hasta entonces aplazada y hoy ya dispuesta, empero, a mostrarse intransigente a los plazos. Hoy, sin excusas, habría de comenzar a decantarse la lucha por uno de los bandos. El final del día, pues, anunciaría el vencedor.
"En fin... -suspiró-, el tiempo que me ha llevado el asunto de la tinta es tiempo que he ganado o que he perdido -reflexionó un instante-, a saber, para enfrentarme a la batalla final". Volvió al comedor y miró a ambos lados del cuadrilátero en que se había convertido la mesa de centro. Los contendientes se observaban con fiereza. En una esquina, con calzón azul, el paquete de tabaco; en la otra, ornado con vistosas rayas verdes, el de chicles de nicotina. La decisión estaba en su mano... ¡Oh, dioses!, ¿quién vencerá?
5 comentarios:
Respuesta i) Tabaco
Respuesta ii) Chicles
Respuesta iii) No hay
Me ha gustado mucho. Se te da muy bien ficcionar.
En este caso, la descripción del estado anímico inicial desemboca acertadamente en el dilema. Muy interesante propuesta, aunque no sea británica.
Un saludo
Bate: Hummmm, pues creo que..., hummmm, elijo la Respuesta iii) ;-)
Guido: Tengo pendiente el desenlace de la historia de Churchill que pidió Bate. Un día lo vi con toda claridad, pero lo dejé pasar y ahora, aunque la idea sigue ahí, no sé cómo construirlo para que tenga su aquel... Olvidé la clave..., y ahora no la encuentro :'(
No pasa nada; yo, espero
Un saludo
Lamento no haber entrado antes a tus blogs. Dejaste un comentario en el mío que no dice mucho. El tuyo me parece excelente, eres una ESCRITORA, un placer leerte.
rober
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