Eclipses
Al hilo de una interesante entrada, Ahora se ve, ahora no se ve, que publicó Posodo en sus Platos hace unos días, se me ocurre traer un par de historias más relacionadas con los eclipses que espero sean del gusto del lector. He aquí la primera, tomada del primer volumen de Historia de la Ciencia, por Francisco Vera:
Según Maimónides, Avempace fue el primero que vio la incompatibilidad entre las hipótesis astronómicas de Ptolomeo y los principios físicos de Aristóteles. Pues bien, se cuenta de Avempace, que, además de astrónomo, fue médico y matemático, una curiosa anécdota según la cual, la noche que velaba el cadáver de un amigo compuso dos estrofas invitando a la Luna a que se eclipsara en señal de duelo, y como, en efecto, hubo eclipse -lo que, naturalmente, sabía- causó el asombro de los concurrentes al velatorio:
Tu hermano gemelo
descansa en la tumba
y, ¿te atreves, estando ya muerto,
a salir luminosa y radiante
por los cielos azules, oh, Luna?
¿Por qué no te eclipsas? ¿Por qué no te ocultas,
y tu eclipse será como el luto
que diga a las gentes
el dolor que su muerte te causa,
tu tristeza, tu pena profunda?
Una segunda anécdota la descubrí el otro día con mis alumnos leyendo un texto de Augusto Monterroso, tomado de sus Cuentos, fábulas y lo demás es silencio:
El eclipse
Cuando Fray Bartolomé Arrazoa se sintió perdido aceptó que nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo de su labor redentora.
Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible, que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomér le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo-, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después, el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre una piedra de los sacrificios (brillante bajo la luz opaca de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de su voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
- - - - - - - - -
Nota: ¿no son también los mayas los que predijeron el fin del mundo para... 2012? Pues, ¡cuidadín!, que visto lo visto... ;-)
Al hilo de una interesante entrada, Ahora se ve, ahora no se ve, que publicó Posodo en sus Platos hace unos días, se me ocurre traer un par de historias más relacionadas con los eclipses que espero sean del gusto del lector. He aquí la primera, tomada del primer volumen de Historia de la Ciencia, por Francisco Vera:
Según Maimónides, Avempace fue el primero que vio la incompatibilidad entre las hipótesis astronómicas de Ptolomeo y los principios físicos de Aristóteles. Pues bien, se cuenta de Avempace, que, además de astrónomo, fue médico y matemático, una curiosa anécdota según la cual, la noche que velaba el cadáver de un amigo compuso dos estrofas invitando a la Luna a que se eclipsara en señal de duelo, y como, en efecto, hubo eclipse -lo que, naturalmente, sabía- causó el asombro de los concurrentes al velatorio:
Tu hermano gemelo
descansa en la tumba
y, ¿te atreves, estando ya muerto,
a salir luminosa y radiante
por los cielos azules, oh, Luna?
¿Por qué no te eclipsas? ¿Por qué no te ocultas,
y tu eclipse será como el luto
que diga a las gentes
el dolor que su muerte te causa,
tu tristeza, tu pena profunda?
Una segunda anécdota la descubrí el otro día con mis alumnos leyendo un texto de Augusto Monterroso, tomado de sus Cuentos, fábulas y lo demás es silencio:
El eclipse
Cuando Fray Bartolomé Arrazoa se sintió perdido aceptó que nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo de su labor redentora.
Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible, que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomér le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo-, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después, el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre una piedra de los sacrificios (brillante bajo la luz opaca de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de su voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
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Nota: ¿no son también los mayas los que predijeron el fin del mundo para... 2012? Pues, ¡cuidadín!, que visto lo visto... ;-)