Destino inexorable
El golpeteo tenaz de una rama del magnolio contra el cristal de mi ventana debería haberme prevenido de que los terribles hechos que se avecinaban iban a mudar mi pacífica existencia para siempre.
Puesto que la mañana se había presentado lluviosa, imaginé que la señora no saldría a dar su habitual paseo y, de acuerdo con su costumbre en tales ocasiones, dispuse el desayuno en el saloncito. Me extrañó, sin embargo, no escuchar sus pasos dada su extrema puntualidad y me asomé al hueco de la escalera por ver si desde allí los percibía. No fue así y, temiendo que el café se enfriara, decidí subir.
Golpeé suavemente la puerta de su dormitorio, pero no obtuve respuesta. Lo intenté de nuevo y, una vez más, contestó el silencio.
–¿Señora? –pregunté mientras asomaba la punta de la nariz por el vano de la puerta. Quisiera no haber tenido que ser yo quien la abriera: su cuerpo yacía sobre un abundante charco de sangre que manaba a chorros por una herida en el pecho, de la que sobresalía el mango de marfil de su abrecartas. Grité y Maurice, el mayordomo, acudió con presteza.
Después de que la policía me interrogara, me retiré a mi habitación. Quería descansar unos minutos y hacerme a la idea de que mi señora había sido asesinada en su propia casa mientras dormíamos. Ofuscada aún por la tristeza y el temor, me recosté en la cama y sepulté la cabeza en la almohada. Poco después, Elisabeth llamó a mi puerta y entró quedamente.
–Te traigo un poco de té, querida. Te confortará y te calmará la desazón –dijo entre susurros. Sin embargo, pronto el volumen de su voz se elevó–. ¡Dios Santo, Nett…! ¿Qué has hecho?
Me incorporé sorprendida y vi su dedo dirigido hacia mí. Al bajar la mirada, observé que yo también estaba cubierta de sangre… Salté de la cama y encontré mi camisón entre las sábanas empapado en aquella sangre aún húmeda.
–Lily… –balbuceé–, ¿qué es esto?
–¡Has sido tú! –gritó ella–. ¡Tú has matado a la señora!
–Pero…, Lily… ¡Yo no lo he hecho! –exclamé.
Sin embargo, para cuando acabé tan sólida defensa, Lily ya había salido al pasillo, derribando mi maletín, que reposaba sobre la descalzadora, y esparciendo su contenido por el suelo. No pude contener un alarido de terror: sobre la moqueta, mezcladas con mi ropa de viaje, se hallaban diseminadas las joyas de la señora.
Nunca he estado en una comisaría y, por supuesto, mucho menos en una celda, pero hoy he pasado el día entre ésta y la sala de interrogatorios, donde me han hecho todo tipo de preguntas. Tengo la certeza de que los agentes no me han creído, porque sólo he podido responder con incongruencias. Mientras permanezco tumbada en el catre de mi celda, reflexiono sobre los inexplicables acontecimientos del día. No sé qué va a ser de mí… y no puedo sino derramar lágrimas al compás de los golpes que una meretriz confinada en un calabozo próximo ocasiona al aporrear los barrotes con una taza de latón: toc, toc, toc…
Toc, toc, toc… Me incorporé en la cama con un brinco y permanecí sentada sobre el colchón, bañada en sudor y con una respiración tan agitada que apenas lograba llevar aire a mis pulmones. La rama del magnolio golpeaba el cristal de mi ventana y las sombras de la noche jugueteaban en el techo de mi habitación, dibujando figuras pavorosas. Poco a poco recuperé el aliento y comprendí: todo había sido una pesadilla. Sin embargo…, “Oh, Dios mío –pensé–, la realidad parece ir emulando lo soñado”. De repente recordé el inicio de esta fantasía onírica y el lamento que emití por no haber sabido interpretar los presagios que vaticinaba el obstinado golpeteo del magnolio sobre el cristal. Sin dudarlo, me levanté y me vestí mientras preparaba mi maletín con la ropa indispensable para un corto viaje. Si aquella pesadilla iba a hacerse realidad, yo la evitaría escapando a ese destino inexorable.
Súbitamente, advertí el ruido sordo de una riña. Con precaución, abrí la puerta y me deslicé hasta la escalera. El sonido de la disputa procedía del dormitorio de la señora. Comprendí lo que estaba ocurriendo allí y, enloquecida, volví a mi dormitorio. Estaba asustada y confundida, sin saber qué procedía hacer. Atraída mi atención por los golpes del magnolio en el cristal, no lo dudé: abrí la ventana y me deslicé por su tronco. Corrí, al resguardo de la noche, hasta la estación de Paddington y me escondí en los aseos. Al amanecer, pude tomar un billete hacia un lugar desconocido. Intento calmarme, pero me parece observar una mirada de desconfianza en todos los viajeros del vagón, de modo que he decidido ocultar mi rostro tras las páginas extendidas del diario de la mañana que lee el pasajero de al lado. El corazón se ha detenido en mi pecho. Leo horrorizada la portada del diario:
Tharckon House, Londres, 13 de noviembre de 1934.
Gracias a la rápida intervención de mistress Edith Carrington, respetable dama que, dada su edad y a causa de una dolorosa enfermedad, permanecía desvelada la pasada noche a altas horas de la madrugada haciendo juegos de solitario frente a la ventana cuando descubrió a una persona deslizándose por la fachada de Tharckon House, residencia de Lady Milton, se ha descubierto el horrible crimen que Maurice Hommond ha cometido contra su señora, a la que ha asesinado brutalmente en su dormitorio con el propósito de robar las joyas.
El criminal fue sorprendido prácticamente con las manos aún en el abrecartas que había clavado en el corazón de Lady Milton y detenido en el acto, tras lo cual se le condujo a la comisaría de Harmond Street. Junto a él, se sospecha que participó en el nefando crimen la doncella, Janette Frances, en cuyo dormitorio se halló preparado un maletín de viaje que al parecer abandonó en su apresurada huida, provocada sin duda por la llegada de la policía.