De los rufianes, guárdate
El desgraciado con que la vida se mofó de mí al dármelo como padre tuvo al fin, en su momento postrero, un gesto munífico con el ser infortunado que le debiera la mitad de las penas por su venida a este infausto mundo, esto es, lector avispado, conmigo mismo, y complacióse al fin, después de tantos golpes con los que me había regalado, insultos y menosprecios, en allanar mi camino y dulcificar los percances con que la vida, de la que él era autor y responsable principal, había venido agriando cada día de mi existencia.
Hubo de aguardar mi ánima doce largos años, los que a la sazón contaba, para ver que aquel ser privado de todo sentimiento era también hijo de Dios y algo de Él guardaba en el pecho. Y es que, si los caminos de Nuestro Señor, por misteriosos, son tantas veces rizados, enroscados, arqueados y retorcidos, no acierta el lector a imaginar la cantidad de curvas, arcos y revueltas que han dado conmigo. Pero, digo, amigo, que alcanza todo camino su fin, por muy combado que sea, y aconteció que, motivado por el remate de la suya, asomó por fin a mi vida un lance de fortuna cuando, por mor del ineludible rigor con que la esforzada Justicia discurre, fue mi padre agarrotado y sacóme, con ello, del apuro que acongojaba no tanto mi alma como las tripas hueras que me rugian en el vientre tal que bizarras fieras de la remota África.
Lo había aguardado escondido entre los soportales de la plaza desde el amanecer, en un lugar estratégico desde donde parecíame que podría atisbar sin ser notado. Sin embargo, era yo muy joven entonces y no medía más de vara y media, de modo que la tarea de observación se tornó imposible cuando la gente, tomando un rato de holganza en sus faenas, fue congregándose en torno al patíbulo a medida que la hora del ajusticiamiento se acercaba. Con grandes trabajos, logré escurrirme entre el gentío, sin embargo, y coseguí acercarme hasta el chaflán de la tenería, un ángulo que, sin duda por su mal olor, aparecía despejado de muchedumbre. De manera que cuando dobló el carro sobre el que lo llevaban para tomar la Rúa Mayor que había de conducirlo a la explanada en la que se hallaba levantado el patíbulo, surgió ante mí, ataviado con el negro sayal con que vestían a los reos comunes y envuelto entre horrendo griterío, gran parte del cual salía de gargantas que dos días antes se habían remojado con abundante tintorro en compañía de mi padre. Así de tornadiza es la amistad y la leal camaradería.
Me asusté al verlo de tal guisa porque, a pesar de los pesares y de las muchas correrías en que ya para entonces me había visto envuelto, no era más que un niño, y como tal respondí, pues no pude sino bajar los ojos y encoger los hombros, recogiéndose el pescuezo entre ambos, como si con ello pudiera abreviarme hasta desaparecer. Pero, a pesar del tumulto y de la confusión en que ciertamente debía de hallarse su ánimo, dio en verme agazapado en el chaflán de la costanilla de Santa Inés y fue entonces cuando, con los ojos tristes de un cordero, susurrando apenas, pero no tan débil que me fuera imposible oír lo que decía, me exhortó: Ay, Miguelillo de mi alma..., de los rufianes, guárdate.
Del momento implacable que había de acabar con su vida, casi no tengo recuerdos. Preguntó mi padre al verdugo por qué había, apoyada en un tajo, un hacha si él no era persona principal y éste, sin pronunciar palabra, señaló con la cabeza un agudo gancho incrustado en la madera, cuyo propósito no alcancé a comprender hasta un rato después, pero que a mi padre no se le escapó, pues al seguir con la vista la dirección que el verdugo había marcado con su testa y descubrir el garfio exclamó: ¡Vergüenza no habrá de pasar mi cabeza, que una vez separada del cuerpo en nada queda! Y así fue que, después agarrotarlo y comprobar que estaba muerto, pusieron su cuerpo tendido sobre el patíbulo con la cabeza apoyada en el tajo y el verdugo, tras separarla del tronco con un sólo golpe, seco y rápido, tomóla entre sus manos y la ensartó en el gancho.
Tres días llevaba su cabeza pinchada en el garfio, con las moscas revoloteando alrededor de ella, cuando los frailes de San Francisco, entre murmullos de rezos por el alma del desgraciado autor de mis días, llegaron al fin, acabada la exhibición de los restos, en busca del cuerpo de mi padre, que habían de llevar al cementerio de San Andrés, donde descansaban –si es que son capaces de tal- los restos de los malhechores que por aquellas tierras habían encontrado la puerta al más allá. Al extremo del patíbulo, hallábase, cercano al borde, un plato donde se recogían las monedas con que el pueblo quisiera contribuir a la salvación del ánima de mi padre, que a la sazón, y por los muchos males que causó en vida, debía de andar recorriendo los brezales del ultramundo en busca de un Dios que, sin duda, habíale dado la espalda.
Fue entonces cuando, inspirado por un ángel o un demonio, que el hecho por mí ejecutado tanto pudo ser infundido en la mente por un querubín benefactor, apiadado de mis muchas necesidades, como por un diablo empeñado en lograr hacerme dar los malos pasos que hasta aquel cadalso habían conducido a mi padre, fui arrancado de allí por el carro de Belona y conducido hasta las mismas puertas del palacio donde habita la diosa Fortuna, arrojándoseme a los pies de una rueda que, flanqueada por otras dos inmensas sujetas a la más lamentable quietud, pues tal es el estado del hombre en lo que refiere a su pasado, inerte ya, y su futuro, aún por llegar, giraba alegremente y por la que fui elevado hasta las alturas, desde donde la iluminación llegó hasta mí...
Y es que, siendo día de mercado aquél que sería el último en el que la cabeza de mi padre, a la que la corrupción del sepulcro llamaba a gritos, debía permanecer entre nosotros, me fue dable, sin necesidad de parafernalia alguna, ocultarme tras unas cestas de sardinas en salazón y observar y calcular desde allí aquello que ahora les relato. Creerá el lector que el corazón de mi pecho no es sino duro pedernal al oírme expresar en términos tan llenos de indiferencia sobre la violenta muerte y despiadada exhibición de los despojos de mi padre y, sin embargo, con qué grande piedad se compadecería de mí y cuánta lástima le inspiraría saber de mis penas y de los muchos dolores que aquel hombre me causó. No se sobresalte, pues, el alma de mis lectores ni indispongan su ánimo contra mí al conocer que del dolor y la náusea hice un ovillo que arrojé a mis espáldas, cuando decidí no abandonar el lugar sin perder ocasión de sacar provecho a aquel que yacía inerte y mostrando ya en sus despojos los primeros rastros de la putrefacción. Y es que, apurando el brevísimo lapso de los pocos minutos en que halláronse los frailes distraídos mientras amortajaban los restos mutilados de mi padre, me acerqué al tablado donde se efectuaba tan infausta ceremonia y, estirando el brazo tanto como pude mientras me sostenía sobre las puntas de los pies, di en alcanzar el platillo con las limosnas que cristianos caritativos habían ido arrojando para celebrar alguna misa en favor del pobre espíritu de mi padre, y agarré las monedas, echándolas al bolsillo, y huyendo de allí como alma que lleva el diablo.
Sería poco más del mediodía cuando sentíme a salvo y, apartado unas varas del camino que llevaba, me arrellané como pude a la sombra de una encina y saqué del zurrón un poco de pan y queso y una cebolla que le había comprado a una aldeana encontrada por ventura en mi alocada fuga. Reflexioné, al cabo, sobre la naturaleza del crimen que acababa de cometer y di en sentirme tranquilo al juzgar que el alma de mi padre no habría nada de ganar de aquellos breves caudales, pues de tan zaina que fue mientras moró por estos lares no podía sino errar en la ultratumba por toda la eternidad. Y así, apaciguada el hambre y sereno el espíritu, se apoderó de mí un dulce sueño y caí en los brazos que dicen del dios Morfeo.